Vuelven los Warren, el matrimonio más freak del universo, en la esperada secuela de ese elegante e implacable film de terror que fue El Conjuro. Los expertos, capaces de percibir con dones naturales –ella-, coraje, corazón y técnica –él- la presencia de espíritus demoníacos, piensan en dedicarse a dar conferencias, afectados por tanto contacto con fuerzas del infierno. Pero en Inglaterra, una familia en apuros los necesita. Y los Warren enfrentan sus propios miedos para responder al llamado. El director James Wan vuelve a mover las palancas del miedo en su paleta clásica: una puerta que se abre, una hamaca que se mece sola, una niña que ve cosas en la oscuridad cuando todos los demás duermen. Primer gran punto a favor: no estará sola en ese lado oscuro. Son terrores que laten en el corazón de una familia que lucha contra eso diabólico que se apodera de la pequeña Janet, de 11 años.
Durante más de dos horas, Wan regala una película suculenta y absoluta, gozosamente terrorífica, como los grandes ejemplos del cine de género de cuando éramos chicos, los que no se olvidan nunca. Pero El Conjuro 2, acaso mejor la 1, no es sólo una acumulación de sustos. Wan trenza una doble vulnerabilidad: la de la familia inglesa necesitada y la de los Warren, pareja de profundo y melancólico romanticismo, aferrados el uno al otro como dos niños carenciados. El terror funciona como una maquinita en la que lo previsible no atenta contra la eficacia, porque Wan y sus guionistas construyen personajes de peso, que nos importan, y mucho. Cuando termina -y por favor no se vayan antes de la magnífica secuencia de títulos-, queremos seguir al tanto de cómo les va. Todo envuelto en una bellísima recreación de la estética de finales de los setenta, con posters de Starsky & Hutch y música de Elvis.