Miedo en estado puro
Una vieja casona aislada en medio de un bosque es el espacio ideal del terror gótico norteamericano. Ahí vuelve James Wan, el creador de la saga de El juego del miedo, para reencontrarse con la mejor tradición del género y redimirse de su propio cinismo audiovisual tomándose en serio los fenómenos paranormales, algo que no había logrado en La noche del demonio, pese a que sus intenciones eran similares.
Ahora se trata de una vuelta al pasado en todo el sentido de la palabra: la acción transcurre a fines de la década de 1960 y a principios de la de 1970, aunque la reconstrucción histórica no se limita a la ropa, la decoración, los autos y los electrodomésticos, también incluye la fotografía y la iluminación, que remiten a las películas clase B de la época.
Sin embargo, antes que rendir homenaje a un cine ya perimido y componer una especie de terror vintange, Wan parece ir un paso más allá de la nostalgia y retroceder en el tiempo con la idea de revitalizar todos los tópicos posibles de las fantasías de la casa embrujada y las posesiones diabólicas. No pretende innovar, sino disponer las piezas existentes de modo tal que generen ese miedo en estado puro cada vez más difícil de conseguir para una producción contemporánea.
La historia se basa en las experiencias de una pareja de expertos en fenómenos paranormales muy famosos en los Estados Unidos: Ed y Lorraine Warner, interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga. Y el caso es el de la familia Perrons, un matrimonio (compuesto por una impresionante Lili Taylor y Ron Livingston) con cinco hijas, quienes se mudan a una casona decimonónica en Rhode Island y empiezan a ser acosados por las almas en pena que habitan el lugar.
Tanto la situación como la atmósfera son extremadamente conocidas incluso para aquellos que nunca vieron una película de terror. La proeza de Wan es mantenerse en equilibrio sobre la delgada línea que separa la repitición de la parodia sin caer nunca en ninguno de los dos lados. Y ese finísmo hilo se van tensando minuto a minuto mediante una serie de escenas que no tienen nada de novedosas pero que en sus manos adquieren una perfección formal y emocional admirable.
Como en los relatos infantiles, en las historias de miedo tampoco importa lo que se cuenta sino cómo se lo cuenta, y si bien siempre es posible provocar un buen susto con un simple ¡buhh! dicho en el momento apropiado, el espanto resulta más perdurable cuando es producto de una composición fiel no sólo a sus propias premisas sino también al material que trata. Ese material, en El conjuro, son los fenómenos sobrenaturales. Wan demuestra que se debe confiar en el demonio para hacer una buena película de terror.