Joya del terror
Desde hace 40 años la posesión demoníaca sólo sirve para homenajear a la solemnidad lograda por William Friedkin en El exorcista. Los trastornos de personalidad y los fantasmas hicieron cumbre con El resplandor (1980) y Poltergeist (1982). Como dicen que “todo tiempo pasado fue mejor”, ¿por qué no recurrir a los viejos almanaques y así situarse en una época donde también nació otro de los clásicos del género?: Aquí vivió el horror (1979) ambientada en la ciudad de Amityville, en 1974, con los asesinatos de Ronald DeFeo, Jr. a su padre, madre y cuatro hermanos, ocurrido a las 3:15 AM.
Entonces el malayo James Wan, creador de El juego del miedo, retrocedió tres años del caso real y ambientó El conjuro en un hecho estudiado por los parapsicólogos Ed y Lorraine Warren en 1971, esta vez en Rhode Island. Y le restó ocho minutos al reloj de Suffolk, Nueva York: a las 3:07, donde misteriosos eventos del más allá atormentó a otra familia, los Perron.
¿Podemos decir que Wan hizo un sutil copy paste basándose en el caso de Amityville? No, él le puso más que ingenio a la historia de Carolyn (Lili Taylor) y Roger (Ron Livingston). Como si se tratase del cubo de Hellraiser, El conjuro es un filme con varias caras que encastran unas a otras y sorprenden al desplegar más suspenso que terror en un combo de sucesos espeluznantes. En la sugestión está la clave del filme, pero sobre tres ejes: los estados de la actividad demoníaca. Infección, opresión y posesión. Así lo explican los Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson) en una charla facultativa antes de acudir al caso de los Perron.
Un macabro muñeco surgido de la casa-museo de la pareja vidente-demonóloga es el disparador de esta brillante realización, con lo más jugoso en la etapa de las manifestaciones a través de aplausos, sombras y susurros que sobresaltarán al espectador, con una banda de sonido algo excesiva.
El conjuro completa la tríada junto a Mamá y La cabaña del terror como lo mejorcito del género en el año. Hay menores en escena con grandes actuaciones, sin tantos movimientos bruscos de cámara, sino con un sadismo cinematográfico en cámara lenta para taparse los ojos. El reflejo de la caja musical habla por sí solo.
No esperen extensos rituales romanos como salida típica en estas películas de posesiones. No. Una bolsa tapará la cabeza de la posesa como si fuese una metáfora de la negación hacia lo establecido. Cuando lo religioso toma protagonismo, y hay una bajada de línea hacia lo bautismal, esta obra se mete en terrenos clichés. De los cuales siempre buscó escapar.