Plegaria para un niño dormido En la combinación de drama y terror, la sensiblería termina ganándole al miedo. Somnia, antes de despertar, invierte la premisa de la saga Pesadilla: si Freddy Krueger te atacaba en tus sueños apenas te quedabas dormido, aquí el Cankerman emerge de las pesadillas de un niño dormido, se corporiza en la mundo de la vigilia y persigue a los que están despiertos. Por eso es que el sensible, adorable e inocente Cody, el soñador en cuestión, va de hogar adoptivo en hogar adoptivo destruyéndolos involuntariamente a todos. Por eso el chico (interpretado por Jacob Tremblay, el nene de La habitación) quiere evitar a toda costa dormirse. En realidad, este es un drama contrabandeado bajo la etiqueta del terror. El verdadero tema es el duelo y la elaboración de la muerte, ya sea de un hijo, un cónyuge o una madre, con un enfoque de tintes psicoanalíticos: Freud, claro está, no podía quedar afuera de un guión que tiene a los sueños como disparadores de conflicto. La combinación de géneros suele funcionar y es deseable, pero en este caso faltó equilibrio: las lágrimas y la sensiblería terminan fagocitando al suspenso y el miedo. Por empezar, porque el monstruo en cuestión es bastante berreta y no resulta muy convincente a la hora de provocar escalofríos (y ya se sabe que entre el horror y la risa hay una línea muy delgada). Y después, porque el inquietante planteo inicial, el de un chico capaz de materializar no sólo sus pesadillas, sino también sus sueños más agradables, se va desvaneciendo bajo un cúmulo de lugares comunes, con una investigación que arroja conclusiones decepcionantes y termina dándole a Somnia un inapropiado tono de autoayuda.
Publicada en la edición impresa de Abril.
Publicada en la edición impresa de Marzo.
Por detrás del velo Una mirada íntima, y recortada, acerca de la comunidad judía ultraortodoxa y los matrimonios arreglados. ¿Habrá que creerle a la directora Rama Burshtein cuando dice que su opera prima se basó en una “bonita joven de la cual se enteró que estaba prometida, desde hace un mes, con el marido de su difunta hermana”? ¿O retrotraerse a la célebre novela romántica Orgullo y prejuicio de Jane Austen? Si lo vivió en carne propia o lo leyó, La esposa prometida busca correr el velo de la congregación jasidista de Tel Aviv, pero con un tono sesgado: el filme no hace alusión al verticalismo patriarcal del judaísmo ultraortodoxo, la sumisión femenina, la difícil aceptación del que no pertenece al clan familiar, etc. El motivo de esta visión parcial es por la condición ortodoxa de su realizadora quien, sin embargo, logró meter la cámara en la intimidad de un mundo ajeno -para muchos- que desnuda celebraciones como el Purim (con el vino y la donación pertinente), bailes típicos y hasta habrá una visión cenital en la antesala a una circunsición. Cada uno de los rituales estará enmarcado por el tejido familiar, la “negociación” para que las mujeres no queden sin su compañero de vida. Una de ellas es Shira (brillante actuación de Hadas Yaron), quien luego de la muerte de su hermana Esther es presionada por su madre para brindarle su mano a su cuñado, el viudo Yochay (Yiftach Klein). “¿Cómo ayudar a un hombre derrotado?”, pregunta el Rabino Aaron acerca del doblegado ser, aunque en este filme gracias a una puesta de cámara que parece caer sobre los hombros de Shira (con excesivos primeros planos), parece que la atormentada es ella. Sufre, se encorva y cierra los ojos de cara a un destino casi sellado. Sonidos tenues, una cámara discreta (donde la imagen por momentos es difusa) y los logrados encuentros a solas entre Shira y Yochay, redondean un filme recortado, pero potente. Que abre las heridas de una tradición.
Empedrado sentimental “El desamor inspira”, dice el cantautor español Joaquín Sabina quien encuentra en la tristeza (tanto propia como ajena), una usina de ideas para escribir. Algo así le sucede a Pablo Diuk (Ernesto Alterio), un escritor que, por esas vueltas de la vida, se gana la vida como guionista y es contratado para escribir una comedia romántica que se rodará en España. El amor y otras historias, debut como director de Alejo Flah (guionista de Vientos de agua y Séptimo), viaja desde lo terrenal a lo imaginativo, desde Buenos Aires a Madrid, haciendo pie en la crisis sentimental que atraviesa Pablo, quien acaba de romper vínculo con Valeria (Julieta Cardinali). A ellos los unía el desencanto, el desafío era quién soltaba primero la tensa cuerda de la relación. Muy bien retratado desde la fotografía y puesta en escena, este filme muestra el empedrado de un devenir, lleno de baches y parches, pavimentado sólo por efímeros momentos, gracias a reencuentros con personajes del pasado. El trance creativo de Diuk expulsa sus fantasmas en los ficticios Víctor (Quim Gutiérrez), diseñador de páginas web, y Marina (Marta Etura), una profesora de danzas. Estos jóvenes españoles son la proyección del deseo de su creador: profesionales, impulsivos, valientes, cálidos. Lo tienen todo. Uno de los aciertos de esta película es el uso de la voz en off, que funciona como un eje argumental ajustado, y explica los puntos claves que debe tener una comedia romántica. Y también sirve como factor de contextualización. Además da en el blanco con algunos personajes secundarios (los de Luis Luque y Mónica Antonópulos) que funcionan como termómetros de la realidad cambiante. Uno de los baches de El amor y otras historias es que los relatos, tanto el ficticio como el real, tenderán a emparentarse, casi no habrá división entre un universo y otro. El contraste entre las historias es el fuerte de este filme que, de a poco, va perdiendo identidad. Tampoco se vislumbra una crítica hacia los clichés de la comedia romántica, todo es un tibio devenir de situaciones que, más allá de los vaivenes emocionales de sus protagonistas, con el correr de los minutos se torna predecible y empalagoso. Digamos, dulzón.
La historia del tropicalismo Este documental cuenta qué fue y cómo impactó el Tropicalismo musical en Brasil. La búsqueda de una identidad, no basada en influencias del exterior, sino en la rica usina cultural brasileña. Lo nacional, lo propio, cimentado en una estética contradictoria. “Una utopía”, según define Gilberto Gil, uno de los padres fundadores del Tropicalismo, más que un movimiento, un alarido cultural en medio de una oscuridad política que atravesaba Brasil a fines de los años ‘60. Con faros como el citado Gil, Caetano Veloso, Rogerio Duarte y Tom Ze, entre otros artistas, Tropicalia hace un trabajo quirúrgico, al hueso, hurgando en los archivos audiovisuales de aquel efervescente Brasil de entre 1967 y 1969. En este documental casi no hay imágen sin intervenir o retocar, los colores bordean las figuras humanas como si fuesen crayones, son pinceladas sobre un lienzo audiovisual que se asemejan al grito cultural que buscaba (necesitaba) dar un país amordazado. El collage, la mezcla, es un signo distintivo de esta puesta surrealista del director Marcelo Machado, que en varios tramos coquetea con la psicodelia de aquel momento. Fluye. Pero no todo era música en aquel movimiento que mostraba a sus íconos como dignos paralelos del furor Beatle a la sudamericana (las imágenes del público son gloriosas), el Tropicalismo desbordó hacia el terreno televisivo, el teatro, las artes plásticas y también el cine. El filme Terra em Transe (1967) de Glauber Rocha -del cual se proyecta un fragmento- muestra la clara influencia de un incipiente movimiento, el cual (en una jugosa entrevista televisiva) Caetano Veloso niega como tal. El Tropicalismo (nombre que le puso el artista Hélio Oiticica a una de sus ambientaciones en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro) se cruzó en este documental con el contexto social-político de época. No es un hecho aislado. La cohesión argumentativa de este trabajo producido por Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) se fortalece con extractos de audios de los protagonistas, tanto sean de archivo como actuales. El salto del pasado al presente emociona, sobre todo al final del filme en las imágenes que se ve tanto a Caetano como a Gilberto, contemplar escenas de conciertos durante aquella época utópica. Que aún sigue dando sus frutos.
En compañía de la soledad Una mujer solitaria se gana un viaje a Mar del Plata en esta simpática comedia romántica con Malena Solda. El número 13, la yeta en la quiniela, le abre la puerta a Carmen a través del azar (una rifa) para viajar a Mar del Plata con un acompañante con todos los gastos pagos. Con el pequeño detalle de que la muchacha está sola. Ella (Malena Solda) es una treintañera golpeada por el amor, con un carácter agrio que le pone paños fríos a cualquier situación. Toma distancia. Carmen siente que no encaja, cuestiona acciones ajenas, sufre los “desajustes hormonales” de su amiga Verónica (Laura Azcurra, quien se guía por las acciones de su novio), opaca reuniones familiares, cuestiona “la maqueta” (por el barrio cerrado) en donde vive su hermano. Sólo expulsa su energía en el agua, a través de la natación. Su semblante refleja un sombrío estado emocional. Excepto cuando la cámara submarina la filma como pez en el agua. Espejo de que algo emergerá en ella. ¿El amor? El karma de Carmen es una historia chiquita, simple, pero que se deshoja lentamente, cual amor adolescente. El director Rodolfo Durán (Cuando yo te vuelva a ver, Vecinos) ahonda en la soledad de su protagonista y sólo la cruza con un “encuentro forzado”, sin necesidad de multiplicar en búsquedas amorosas, más allá de eventuales infortunios sentimentales. Menos es más. Rápida para los números, Carmen es metódica, expeditiva, decidida. Negocia con lo que puede, excepto con su corazón. A la mitad del filme, el espectador se preguntará ¿cómo hará Durán para prolongar esta historia sin estirar o repetir el argumento del flojo devenir amoroso de Carmen? Ella conocerá a Javier (Sergio Surraco), cuya rigidez en el diálogo, y en cierta gestualidad, contrasta con la naturalidad y cambio de actitud en Solda. Experiencias jugosas (en el local de sushi o en la cena íntima) y cierto humor negro (“la mortaja no tiene bolsillos”, en referencia a un novio amarrete) le dan soltura a una película que se desanuda solita, sin rebuscados artilugios. Las filmaciones en Mar del Plata (sí, el viaje se concreta) disparan “el otro filme”, donde Carmen purgará de a poco su mal humor. Un grupo de jubiladas -compañeras de viaje- le mostrarán sutilmente el camino hacia la felicidad, la experiencia por sobre el apuro. La película finaliza en el punto exacto de cocción, porque en estos casos lo que abunda, daña.
Aburridas que aburren El director español Alex de la Iglesia mostró ingeniosamente, con La comunidad, cómo hacer humor negro en el marco del consorcio de un edificio con las múltiples historias de vida de sus vecinos. La muerte era el disparador. El director argentino Maximiliano Pelosi (Una familia gay, Otro entre otros) comienza su filme en tono necrológico mostrando a dos mujeres frente a una pared de nichos. Una le “habla” a uno de los difuntos, la otra señora -al pasar- “dialoga” con otro, como si los muertos pudieran escucharlas. Desde el minuto cero, la obsesión por la finitud humana será una fija que se repite en este filme con frases como: “¿La próxima seremos nosotras?”, “Nos van a extrañar cuando ya no estemos”. Cansa, agota el recurso. Asfixia. Celia (Betiana Blum) y Aída (Lucrecia Capello) son dos hermanas que viven en el tercer piso del edificio, el último. Mimetizadas, siempre hablan a dúo, buscando una complicidad innecesaria. Aburridas de sus vidas, administran el consorcio y les gusta meterse en la vida de los demás. Lo que podría haberse usado como una llave ingeniosa para acceder a intimidades ajenas en Las chicas del 3° es forzado, sobreactuado y nada creíble. Y, por momentos, desubicado, sobre todo cuando se subraya en la orientación sexual de uno de los vecinos (Félix) o en el tema de la prostitución. ¿La dosis de humor? Nula. La música (a base de piano y cuerdas) marca el ritmo de cada escena con exageración, como si fuese un dibujo animado. Un dato: en los créditos del comienzo, a los personajes se los ve caricaturizados. Este filme estereotipa historias de vida llevándolas a un plano tan absurdo que pierde su esencia. El robo de un collar busca ser un eje de conflicto. Pero no aporta tensión, al contrario, confunde. La pelopincho en el balcón, con las dos señoras adentro, es sinónimo del gusto estético de este filme que quisiera reírse de sí mismo. Si hay que rescatar algo de Las chicas del 3°, es el papel de la atractiva Bernarda Pagés, que interpreta a una ama de casa atormentada por su relación marital. Y que encuentra oxígeno en un joven vecino que le da calce.
Leyenda desangrada La historia de Vlad III, el sangriento principe rumano, en sus tiempos de conquista. Con superpoderes y gran corazón por el pueblo de Valaquia, el suspenso y el terror dicen ausente. “La historia jamás contada”. Pretencioso. Arrancamos mal. Si hay que hacer referencia al período conquistador y guerrero de Vlad Tepes, el legendario principe de Valaquia, con sólo ver el comienzo de la inigualable Drácula de Francis Ford Coppola, basta. Y sobra. Lo que hizo el debutante Gary Shore fue amplificar y transformar el lado histórico del señor Dracul en una versión péplum a puro CGI y cámara lenta, como si fuese el filme 300, Hércules o alguno de ellos. El carácter aventurero de esta película también puede emparentarse con el derrotero del hobbit Frodo en las historias de J.R.R. Tolkien, nada más que Vlad III tendrá colgado un anillo de plata, cuyo material -como a todo vampiro- lo afecta. El resto, ya se vio en varios documentales sobre el sangriento líder rumano. Perteneciente a la Orden del Dragón, este noble deberá defender a su pueblo del asedio otomano. Hasta allí todo bien. Pero el aspecto romántico, siniestro y malvado del protagonista original, escasea en esta adaptación de Luke Evans, al cual sólo en los primeros planos (y cuándo está vampirizado) puede sembrar algo de miedo. Vale aclarar que la leyenda de Drácula siempre se emparentó con el terror, el suspenso, algo de drama, pero jamás con la acción. Este príncipe “empalador” está edulcorado. Por más que se vean cientos de enemigos atravesados por estacas gigantes, la sangre tendrá protagonismo sobre algunas palomas o fruto de los colmillazos de Tepes y su futuro ejercito chupasangre. Las escenas de las batallas cuerpo a cuerpo son los escasos momentos de interés. Las capacidad de lucha de Vlad III con la fuerza de 100 hombres, el control de la naturaleza (vampiros incluidos, los cuales forman parte de su humanidad) junto a sus sentidos híper desarrollados, transforman a este personaje de novela gótica en un superhéroe de ciencia ficción, más digno de la factoría Marvel que de la mente del escritor irlandés Bram Stoker. Si se necesita terror, habrá que adentrarse en las cuevas del Master Vampyre (Charles Dance, lo más lúgubre del filme), quien le otorga el poder de la inmortalidad al curioso de Vlad. Eso sí, no pregunten cómo ese personaje apareció allí. Es tan sólo un agregado fantástico del realizador de esta película que, jugando con el título que encabeza este artículo, dicha historia jamás debió haber sido contada. Al menos así.
En búsqueda de la identidad Dos jóvenes enfrentan un deseo homosexual oculto. Actos y reflejos en un Ecuador clasista, con crisis bancaria. Un mundo de cabeza, visto desde la terraza de un edificio, imágenes invertidas, en alusión a una ciudad que está patas para arriba, pero que en realidad se va a pique. También es otra mirada, la de un chico de 16 años que se siente distinto a sus amigos. Y deberá descifrarlo. Enfrentarlo como pueda. El Quito (Ecuador) de 1999 está al borde del estallido social con una crisis bancaria inevitable. Pero alguien parece ajeno. El es Juampi (el argentino Juan Pablo Arregui), un rubiecito de aspecto frágil y buen pasar económico que reprime sus deseos y palabras. Sólo habla a través de sus melancólicos ojos. Se siente enjaulado en la hacienda de su tío Jorge, adonde es llevado para festejar el carnaval. El protagonista -muy bien guiado en la dirección actoral por el debutante Diego Araujo- conoce a Juano (Diego Andrés Paredes), su contracara: él es morocho, recio y fornido, vive una realidad áspera, austera en un taller mecánico, mira fijo y -como buen fanático del metal- siempre viste de negro. Un hecho violento, donde se retrata la prepotencia clasista de una sociedad intolerante, hará que Juampi y Juano crucen sus caminos. Y allí comenzará el seguimiento y amistad de los jóvenes, quienes parecen aislados del caos danzante en Quito y alrededores. Feriado es una película de reflejos, donde el paisaje andino contrasta con una ciudad sitiada, entre sonidos black metal (los nacionales Naagrum o los noruegos de Satyricon), blanco sobre negro de dos amigos en plan intimista. Los planos quirúrgicos de la piel, lentos travellings por sobre la humanidad, exagera el deseo oculto, ese roce prohibido frente a una conservadora sociedad ecuatoriana. Sea al borde de un río encañonado o en las alturas de la ciudad en plena oscuridad, Juampi está al acecho para dar el zarpazo de su liberación sexual. Funcione o no, él encontrará su identidad.