Esos extraños ruidos en el sótano…
Caso extraño el de James Wan: el tipo fue uno de los creadores, junto a Leigh Whannell, de la saga de El juego del miedo (2004), cuyas sucesivas secuelas terminaron haciéndole bastante daño al cine de terror de los últimos diez años, gracias a su sucesión videoclipera de sangre, tripas, celebración apenas encubierta de la tortura y una moralina destinada a justificar de forma bastante irreflexiva la justicia por mano propia. Sin embargo, en pleno auge de esa serie de presupuesto tan bajo como masivo éxito, Wan comenzó, lentamente, a ir en dirección contraria. Films como El silencio de la muerte (con sus títeres para ventrílocuos convertidos en receptores de fantasmas) y Sentencia de muerte (con sus ambiciosos planos secuencias), ambas de 2007, pueden pensarse como antecedentes en los cuales el cineasta iba puliendo un estilo. A pesar de los defectos que exhibían -la falta de habilidad para cerrar el relato en el primer caso, la violencia pirotécnica y el discurso familiar grandilocuente en el segundo- se intuía una búsqueda donde aparecían elegantes puestas en escena y climas sugerentes.
Es con La noche del demonio (2010) donde Wan realiza su apuesta grande (con Whannell como guionista), yendo a fondo con su mirada sobre el cine de terror: toma el tópico de las posesiones demoníacas; crea lazos con distintos exponentes estéticos y narrativos del terror (la literatura lovecraftiana, el cine de Carpenter); explicita la noción de las realidades paralelas; apela en determinadas ocasiones al humor negro; y utiliza la música como factor de inquietud adicional, encontrando paradójicamente sus fortalezas en los mismos lugares que sus debilidades. Es un film que probablemente con el paso de los años se lo pueda ver como clave en el nuevo milenio del género de horror, porque su pequeño éxito delata cierto deseo del público por otro tipo de historias, pero también deja ver que Wan, como realizador, es capaz de conectarse con las audiencias, manteniendo un estilo reconocible pero renovando sus registros.
Y de esta manera llegamos a El conjuro, donde Wan sigue aventurándose con el retorno a las fuentes y alcanzando una gran masividad. El film no cuenta nada especialmente original: una familia recién llegada a una casa en el medio de un bosque comienza a experimentar una serie de sucesos cada vez más extraños y terroríficos, que empieza por ruidos extraños para derivar en apariciones y posesiones, que están vinculados a terribles acontecimientos de asesinato, brujería y ritos diabólicos. Pero lo que la va haciendo fuerte es su consciencia de que lo que cuenta no es esencialmente nuevo, sino el típico cuento de la casa embrujada: es notorio en toda la película (en especial la primera parte, que es la que exhibe mayor solidez) el conocimiento de las herramientas de las que dispone. De ahí que adquiera gran peso la cuestión de que el relato está basado en hechos reales: los personajes se perciben, con apenas un par de trazos, “verídicos”. El espectador enseguida siente empatía por ellos y por los Warren, la pareja de investigadores de lo paranormal que los terminan ayudando. Al mismo tiempo, Wan vuelve a exhibir toda su pericia al servicio del relato: un desplazamiento de la cámara tan elegante como funcional a la creación de climas, un estupendo aprovechamiento del espacio para ir dándole sentido a la intrusión demoníaca, una banda sonora que se constituye tanto desde los ruidos como desde la música y una profunda creencia en lo que se cuenta, que se transmite a la pantalla.
Es cierto que El conjuro no exhibe la misma solidez en su segunda mitad, básicamente porque termina remarcando demasiado su discurso cristiano y familiar, que hasta ahí se había mantenido de manera subterránea. Asimismo, la resolución, comparada con el avance pausado de casi toda la trama, termina siendo demasiado repentina y apresurada. Aún así, va construyendo un verosímil que retoma el miedo más infantil y cotidiano: ese que se alimenta de los ruidos raros, sombras con formas inquietantes y seres que ya no están, pero siguen estando presentes de manera particular en nuestra vida diaria. Por un rato, con este relato volvemos a ser chicos, en un pasaje algo turbador. Y cuando llega la noche, ya no se duerme tan fácil. Todo un mérito para una película de terror.