En principio parece una aventurada cruza entre dos géneros caros a Hollywood: la reconstrucción histórica y el drama tribunalicio. Pero a medida que Robert Redford avanza en la recreación del juicio de Mary Surratt, madre de uno de los implicados en la conspiración que culminó con el asesinato de Lincoln por el actor John Wilkes Booth, se hace evidente que el propósito del director es sobre todo pedagógico: lo que busca es subrayar el paralelo entre hechos del pasado y la actualidad para cuestionar la idea de que es legítima la suspensión de los derechos civiles si se la adopta en nombre de los intereses superiores de la nación. Así, el mensaje triunfa sobre la narración, construida de manera tan clásica (por no decir convencional) que hasta parece realizada en otra época.
Que Surratt haya sido o no partícipe de la conjura (ella era la dueña del albergue donde Booth y sus secuaces planearon el ataque contra el presidente) es algo que muchos historiadores siguen discutiendo hoy y que Redford no se propone revisar: el enigma permanece. Pero en la arbitrariedad y los métodos anticonstitucionales aplicados entonces (los acusados fueron juzgados por un tribunal militar; los testigos de la defensa, amedrentados; la sentencia, decidida finalmente por la Casa Blanca; el pretexto, obtener un dictamen rápido para apaciguar la ansiedad popular en un tiempo de turbulencias políticas, etc.) se lee claramente que todo alude a hoy y quiere alertar sobre las medidas adoptadas después del 11 de septiembre de 2001, sobre los derechos y garantías abolidos en nombre de la seguridad del Estado y de la lucha contra el terrorismo.
La noble intención está a la vista, pero es una elección que tiene sus consecuencias: los personajes nunca terminan de cobrar vida; a ratos parecen representar figuras dentro de una especie de conferencia ilustrada en la que, claro, las palabras abundan y la emoción está bastante ausente. La voz cantante la lleva Frederick Aiken, el joven abogado y héroe de guerra a quien se le asigna la ingrata tarea de defender a la acusada: de una nobleza e integridad que quedan expuestas en el prólogo, el hombre asume su trabajo con la firme convicción de que todos, no importa de qué se los acuse, tienen derecho a un juicio justo. James McAvoy se esfuerza por prestar naturalidad y dotar de algún espesor a un personaje colmado de frases sentenciosas y didácticas, mientras Robin Wright es una Mary Surratt quizá demasiado estoica y resignada. Otras fuertes presencias en el elenco (Kevin Kline, Tom Wilkinson) apuntalan el film, cuyo atractivo reside más en el interés de los episodios recreados y en la cuidada reconstrucción del ambiente que en la vacilante puesta en escena de esta lección de historia proporcionada por Redford.