Anarquía y descontrol
Una de las grandes cuestiones del cine contemporáneo y de la narrativa actual radica en cómo reformular aquello que la producción sistemática de relatos a lo largo de los años convirtió en cliché o en lugares comunes y devolverles la frescura que tuvieron. Eso es lo que consigue Sebastián Caulier con su segunda película, El corral, historia, de algún modo, típica del chico impopular en un colegio secundario dominado por las chetas y los deportistas de la clase. La acción nos ubica en Formosa a fines de los 90 y la presentación del protagonista ya lo pintará de cuerpo entero. “Los dorados años de la adolescencia, ¿quién no quisiera volver a esa época?”, dice irónicamente su voz en off, que da pie a la primera escena de la película, en la que un grotesco profesor de gimnasia de un colegio secundario se burla de un chico indefenso parado en el arco de una cancha de fútbol a punto de recibir varios pelotazos de sus compañeros. El joven en cuestión es Esteban Ayala, quien se define a sí mismo al comienzo como “antisocial, malo en los deportes, miope y poeta. Una irresistible invitación al bullying”. Sus días pasan sin mayores sobresaltos mientras escribe poemas que nadie sabe apreciar, hasta que aparece el chico nuevo. Gastón Pereyra llega desde Rosario para deslumbrar a todos con su actitud insolente, sobre todo a Esteban, en quien encontrará algo parecido a un amigo a través de un objetivo en común: sembrar el caos en el colegio. “Estamos solos en un enorme corral de ovejas”, le dice Gastón a su futuro cómplice, mientras se sientan a observar a sus compañeros en el recreo.
El director de La inocencia de la araña demuestra una capacidad de observación poco habitual para los detalles, sobre todo en las miradas de los personajes, ya sean captadas en planos abiertos o en primerísimos primeros planos –en uno de ellos, memorable, se ve fuego reflejado en los anteojos del protagonista–, y en la construcción de climas. El sonido acompaña el notable trabajo visual y ese viraje progresivo cada vez más marcado hacia lo siniestro que coquetea con el gore y con el terror: las miradas, que en un principio eran inocentes, se convierten en voyeurismo –vean la escena en la que Esteban se masturba detrás de la puerta de una habitación mientras observa a Gastón, que le devuelve la mirada, teniendo sexo con una chica–; y la picardía, en un juego perverso. Entre los hallazgos del film se encuentran las interpretaciones de sus dos protagonistas, Patricio Penna y Felipe Ramusio Mora, auténticas revelaciones a las que no habrá que perderles pisada.
Estamos ante una película libre, que fluye sin juzgar a sus personajes, y demuestra un notable manejo del suspenso en una escena puramente hitchcockiana que incluye un acto escolar, una bomba y un reloj. Resulta casi ineludible la reminiscencia a los niños cantando aquella repetitiva canción en Los pájaros, mientras Melanie (Tippi Hedren) fuma sentada en el patio y el director se toma su tiempo antes de mostrarnos el ataque que se avecina. Caulier comprende a la perfección la concepción del suspense del maestro inglés y lo dosifica hasta llegar a una explosión de violencia que funciona como una suerte de acto catártico.
Lo que hace de El corral una película muy potente, a contramano del minimalismo que suele predominar en los relatos coming of age de nuestras latitudes, es encontrar el tono justo capaz de seducir al espectador a través de las convenciones del género en el que se inscribe la historia con una precisión cinematográfica y una sensibilidad particular para capturar la esencia de esos momentos fugaces e inasibles de la vida que ya no volverán. ¡Que viva el coming of age!