Pacto siniestro en la frontera norte.
El modelo de suspenso sobre el cual trabaja el primer largometraje de Caulier es el de Alfred Hitchcock en Strangers on a Train: a un chico introvertido, pero cargado de violencia latente, se le aparece otro dispuesto a materializar esa latencia.
Opera prima del realizador formoseño Sebastián Caulier y –si la memoria no le falla a la PC del cronista– primer largometraje producido en esa provincia, El corral trabaja sobre el modelo del doble desarrollado en Pacto siniestro (Strangers on a Train, 1951), de Alfred Hitchcock. Esto es: a un chico introvertidísimo, pero cargado de violencia latente, se le aparece un otro dispuesto a materializar esa latencia. El precio de esa oferta de satisfacción es que el otro resulta ser, claro, un pequeño psicópata, del que luego habrá que buscar la forma de librarse. La influencia de Hitchcock –que, como se verá, se extiende en lo temático a Festín diabólico (The Rope, 1948)– aflora en ocasiones en el terreno formal. Eso es quizás lo más alentador de El corral, ya que estilísticamente Hitchcock, como todo cineasta clásico, ya no se usa. Pero esas asimilaciones son discontinuas. En términos generales, la película de Caulier falla a la hora de construir tensión y personajes, dos cosas que suelen ir juntas.
Tímido y de anteojitos, Esteban (Patricio Penna) parece una visión nordestina de Harry Potter y escribe poesía. Razones de más para que sus evolucionadísimos compañeros lo traten de nena y de puto, “bulleándolo” todo lo que pueden. Para Esteban, que narra la primera parte desde un presente en off (el presente narrativo tiene lugar hace veinte años), “el bullying era la vida misma”. En casa las cosas no están mucho mejor. “Todo lo que mis padres sabían de mí era mi nombre, mi edad y que usaba anteojos”. Está bien el comienzo de El corral, porque ese off chorrea veneno y visualmente las escenas iniciales están bien planteadas. En un momento dado entra al cole Gastón (Felipe Ramusio Mora), que gasta aire de maldito y se convierte rápidamente en el primer amigo de Esteban, insistiéndole con que “vos sos de los míos”. Gastón es un rebelde a quien el cole le importa tres pepinos. Más que eso, le propone a Esteban empezar una campaña de terror para asustar a compañeros y autoridades, que el otro acepta con cierta hesitación. Como es de prever, la cosa se irá de las manos y habrá sangre.
Como el personaje de John Dall en Festín diabólico (y el de Jimmy Stewart, que era su maestro), más que un simple rebelde Gastón resulta ser un supremacista, un tipo que cree que todos son mediocres salvo él, que se considera un genio, y eventualmente su único amigo. Pero cuanto más avanza Gastón, más timorato se pone Esteban. Este conflicto debería crecer, pero eso sucede sólo en los papeles. La extrema pasividad de Esteban, que pasa largas escenas inmóvil y transpirando, no llega a devenir en la tensión del voyeur, a la manera de tantos personajes de Brian de Palma. Y ellos son los únicos personajes de El corral: ni los compañeros y compañeras de colegio, ni mucho menos los docentes, como tampoco los miembros de la familia de Esteban, llegan a adquirir ese carácter, con lo cual todo posible drama se reduce a ellos. Y con ellos pasa poco.