Temible operario del recontraespionaje
El documental de los mismos cineastas del alucinado Castores, la invasión del fin del mundo, cuenta la historia de Guillermo “Bill” Gaede, un nativo de Lanús Oeste que viajó más que James Bond, operó para el gobierno cubano y luego habría sido agente de la CIA.
Guillermo “Bill” Gaede, que habla inglés como un yanqui de película, dice haberse hecho “comunista” en los primeros 70, cuando un compañero de ENTel, que era del PC, lo “meloneó” sobre la revolución cubana. Desertó del comunismo el 31-12-89, cuando por primera vez en Cuba, se encontró con una Habana oscura y silenciosa, que no festejaba con rumbas o fusiles el fin de año y el aniversario de la caída de Batista. Motivo más que suficiente para pasarse del otro lado. Como es –o dice ser, o haber sido– alguien que va “a los bifes”, en la última década de la Guerra Fría este rubio de Lanús Oeste expresó su “comunismo” pasándole información sobre secretos de microlectrónica al gobierno cubano. Y su desilusión del régimen de Fidel, entregando a veinte de sus agentes a la CIA. Este ¿colorido? personaje, que al día de hoy, con 63 años, vive en Austria, es el Crazy Che del título del documental dirigido por los argentinos Pablo Chehebar y Nicolás Iacuzzi. Un personaje de esos a los que conviene tomar con pinzas, porque es imposible saber a qué juegan, con quiénes y para qué.¿Es real Guillermo “Bill” Gaede? Wikipedia dice que sí. ¿Dice la verdad Guillermo “Bill” Gaede? Eso sería pensar que el mundo del espionaje es la región más transparente. En algún momento Chehebar & Iacuzzi –que en su documental Castores, la invasión del fin del mundo, estrenado unos meses atrás, lograban convertir la realidad en delirio– habrán dado con él, le habrán visto la punta como personaje y lo hicieron hablar. A él y a quienes lo conocen o conocieron. A partir de determinado momento, también las tapas de los diarios y los noticieros de televisión. Todo empieza el día de los años ‘90 en que Gaede, circunstancialmente en Argentina (el tipo viajó tanto como James Bond, aunque a destinos no tan exóticos) le pide a un amigo que lo lleve a los bosques de Ezeiza, para enterrar ciertas pertenencias comprometedoras. Un patrullero raramente inquisitivo lo detiene y terminan condenándolo a tres años de prisión, por robo y posesión de material top secret. A partir de ese momento El Crazy Che reconstruye la historia de este señor cuyo aspecto (alto, rubio y con los zapatos bien lustrados) se corresponde exactamente con la idea que uno se hace si le dicen “agente de la CIA”. Eso no quiere decir que lo haya sido, claro. O sí, por supuesto.A grandes saltos, Gaede pasa de tocar violín y guitarra, de chico, a laburar en ENTel, de joven. De laburar en ENTel a viajar en 1977 a Estados Unidos, junto con su papá nazi, su mamá macartista y sus hermanos peronistas. En EE.UU., trabajando en AMD, una de las más grandes corporaciones internacionales de diseño y producción de microchips, se le prende la lamparita y se le ocurre pasarle esa información al gobierno cubano, “a cambio de nada, por ideología nada más”. “Guillermo es un loco...”, repite entre risas su esposa colombiana, que le rezongaba pero lo seguía. Decepcionado por la falta de festejos, unos años más tarde el loco de Guillermo decide saltar la cerca, poniéndose en contacto con dos contraespías cubanos que podrían ser –él supone– recontraespías al servicio de Fidel. Uno de ellos, Rolando Saraf Trujillo, sería el agente que el gobierno de Raúl Castro liberó en diciembre de 2014, como parte del acuerdo histórico con Estados Unidos. Al día de hoy, Gaede se dedica a exponer, en congresos científicos de primera línea, sobre su “hipótesis de la soga”, acompañándose de ese elemento para explicar... las leyes que rigen el universo.Como sucedía en la muy apreciable Castores, el tándem Chehebar-Iacuzzi vuelve a mostrar aquí sus virtudes narrativas, encadenando con la velocidad de un thriller hechos y relatos siempre al borde mismo de lo razonable. Historia de cómo esos roedores podrían llegar a tirar el mundo abajo, Castores resultaba más alucinante que ésta, aunque presuntamente debería ser al revés. Tal vez cierto tono lúdico y ligero –que aquélla también tenía– conspire contra la tensión narrativa de El Crazy Che, buscando la complicidad sonriente antes que la perplejidad del espectador. Abundantes fragmentos animados, llamados a suplir la necesaria falta de registro visual de buena parte de los hechos narrados, también conspiran, por su técnica demasiado elemental, contra la construcción de un verosímil que a este relato inverosímil le sentaría de maravillas.