El amor no necesita críticos
Víctor es un crítico de cine pedante, huraño, neurótico, prejuicioso, cínico, medio amargón, un tipo que ama tanto a la Nouvelle Vague que hasta relata sus idas y vueltas en francés. Es de esos críticos (¿así seremos?) que se maneja con prejuicios, que descarta o consagra de antemano, que temen que les llegue a gustar algo comercial, un hombre que anda sin plata y sin grandes proyectos, que viene de un fracaso de pareja y que es conocido como un analista implacable, un cinéfilo enemigo de los estereotipos y los clises, sobre todo los de la comedia romántica, con su carga de casualidades, escenas melosas, comienzos accidentados y finales felices. Pero claro, se le cruza una linda viajera (la encantadora Dolores Fonzi), nada que ver con él, y el tipo hosco, negador, autosuficiente, se empezará a sentir incómodo con este vínculo que le mueve todas las estanterías, que le da vuelta los gustos, que le enseña que hay lugares comunes que valen la pena. Y Víctor, a regañadientes, comenzará a disfrutar la vida (y los filmes) desde otro lado y con otra mirada. Y sentirá distinto y escribirá distinto y terminará haciendo lo que hacían los personajes que tanto abominaba.
Rafael Spregelburd está bárbaro: con miradas, pequeños gestos y esa pose y esa voz arrogante, compone un Víctor estudiado y tambaleante. Dolores Fonzi tiene unos ojos que puede inquietar no sólo a los críticos. “El crítico” es una comedia bien hecha, inteligente, sin tonterías, con gente normal, interesante. La confrontación entre ficción y realidad, persona y personaje, escribir y sentir, está bien insinuada, con toques chispeantes, sin cargar las tintas. El crítico al final se dará cuenta que la vida y el amor no respetan géneros, que cualquier historia puede terminar en drama o comedia, y que nunca es tarde para aprender, aunque duela, que el amor no sabe de razonamientos y que hasta los intelectuales más estudiados y envarados (y Víctor es uno de ellos) puede caer en los brazos de una de esas muchachas diferentes, que un día se nos meten sin permiso en nuestra sala de exhibiciones para alegrarnos (o malograrnos) la gran función de nuestra vida.