Si existe una imagen más o menos generalizada de lo que puede ser un crítico de cine es la de la película de Hernán Guerschuny. Es el que colabora semanalmente con un diario, no gusta de nada de lo que ve, vive ajustadísimamente de su profesión y padece las fobias y manías que la película retrata con humor y agudeza. Que el crítico en cuestión resulte amigable se debe a Rafael Spregelburd. Más allá de cualquier destreza o habilidad actoral, Spregelburd genera un ritmo, tono y hasta una música propia que imprime a su Víctor Tellez una credibilidad enorme.
Frente a esta imagen de crítico porteño la mirada del director no es distante ni demoledora. No cabe duda de que Guerschuny está del lado de su crítico. No de sus ideas pero sí de lo consecuente que intenta ser con ellas. La integridad se demuestra en el momento en que el jefe lo humilla ante la presión de las distribuidoras.
Por lo demás, Tellez habita ese mundo decorado y moldeado por el cine que choca siempre con el real, un espacio poblado de personajes del quehacer cinematográfico. Sin embargo la película no se encierra en un acopio de referencias gratuitas. Cualquiera que desconozca alusiones al medio local puede disfrutar de su agradable fluidez que la lleva inexorablemente a la comedia, género que el crítico detesta y la película remoza.
Como en la gran Hechizo de tiempo, Tellez queda atrapado en un tiempo regido por azares y encuentros fortuitos. Es evidente porque “el género manda”, que para romper este hechizo deberá superarse y quizás sean las dos mujeres que promueven el cambio las aristas más interesantes que tiene la película, las que la abren y alejan de lo que podría haber quedado en un mero retrato paródico.
“La turista cleptómana” –encarnación de la actriz de esas comedias aborrecidas– parece llegar desde un época anterior al cine; época de impronta teatral, bicicletas, danzas y ferias de antigüedades. “La sobrina”, en cambio, está cerca de la visión de una nueva generación. Es la de la crítica salida del clóset y de toda impostura; la que le discute sus ideas más arraigadas y lo hace caer en la trampa de creer que lo que se ve en la cámara de vigilancia es una película taiwanesa.
Y a propósito de este novedoso personaje vale decir que contrariamente a la imagen de crítico que la película propone, la reflexión sobre el cine –la gran mayoría de las veces no remunerada– fue sustancialmente distinta en los últimos años. Ha llegado desde el centro y desde la periferia y ha sido prolífica en el acopio y revisión de material. Ha estado abierta a los géneros –la comedia en particular– y a nuevas tendencias cinéfilas. Ha interpelado a través de escrituras personales y ha sido producida cada vez más equitativamente por hombres y por mujeres de distintas edades, algunos incluso estudiantes de cine.
Sin embargo este crítico porteño y neurótico apegado a sus ideas que no logra ser consciente de sus clisés tiene fuerte anclaje real. Todavía subsiste y deambula por ahí y en este sentido hay que animarse a proclamar que la idea de la muerte del cine a esta altura resulta demodé y bastante trillada. Incluso cursi, siguiendo el epíteto de cabecera del crítico en cuestión. Cursi y previsible, con perdón de Truffaut.