Luego de películas resonantes como Iron Man y otras más desopilantes como Elf o Cowboy and Aliens, Chef: La receta de la felicidad aparece como una apuesta más pequeña y personal de Jon Favreau. Este cariz de independencia no la aleja sin embargo de las anteriores. Favreau ha recorrido un largo camino en la actuación, producción y dirección en proyectos de envergadura. Sabe cómo desenvolverse en el medio y no en vano incluye a actores con trayectoria como Duftin Hoffman, una vigente Scarlett Johansson y su más que consagrado “fetiche” Robert Downey Juniors (por cierto, excéntrico y genial en Chef). Pero la película no reposa en sus figuras reconocidas: es el propio Favreau que le pone el cuerpo y la lleva adelante con su obsesividad y carisma, es su desbordante protagonismo el que imprime ritmo y personalidad a cada plano. De esta manera, la película arranca mostrándolo en la piel sudorosa del chef Carl Casper, con detalles de cuchillos, sartenes y tablas, con la más vistosa variedad de vegetales en una cocina que, lejos del glamour que redunda en la presentación final de cada plato, resulta siempre caótica y agobiante. Chef se divide en dos partes muy diferenciadas: una primera que sigue el derrotero de planteos y lugares comunes y una segunda que la supera ampliamente. Si fuera por las cantinela inicial que desencadena la historia, si fuera por el combo “padre adicto al trabajo sin tiempo para el hijo” más “despido rimbombante” , si no desaparecieran por completo de Duftin Hofman y Scarlet Johansson como felizmente desaparecen, Chef sería una comedia más. Pero es la frescura y la imprevisión de su segunda parte la que la engrandece, sobre todo cuando Casper, empujado por las circunstancias y por su impericia con las redes sociales (vale destacar el simpático uso de twitter en el film), debe cambiar el rumbo de su vida y empieza a vender “sandwiches cubanos” desde un camión. Chef toma la forma de una descontracturada road movie en la que cada estado aporta su alimento y cada estilo musical característico define a su región. Pocas veces la barbacoa de Austin y los buñuelos de New Orleans supieron tan bien. Pocas veces los ritmos latinos sonaron tanto en una película americana y no como mera nota pintoresca sino como parte de la realidad afectiva y cotidiana de Casper, cuya ex esposa es hija de un cantante de salsa de Miami (cabe aclarar que se trata del cantante y compositor José C Hernández, conocido como Perico dentro de la comunidad latina). Más allá de las cuentas pendientes del padre con el hijo que se tornan obvias y reiteradas, la película resulta deliciosa sobre todo cuando pone en primer plano una comida sabrosa que dan ganas de probar, cuando nos enseña a hacerla y compartirla y no se centra únicamente en la cómoda tarea de ingerir sino en la laboriosidad de la preparación y en la responsabilidad de conseguir productos de calidad y frescos. Chef se transforma entonces en una película de viaje que garantiza momentos placenteros, una verdadera feel good movie, basada en pilares sencillos e irreprochables como la comida, la música y la amistad. No cabe duda de que una vez que emprende el recorrido, Favreau cumple con los tres.
Sueños diversos La segunda secuencia de la película de Mariana Rondón nos sumerge tras un deslumbrante travelling en un complejo de monoblocks. Desde el balcón de uno de sus departamentos, un nene y una nena en receso escolar se entretienen con aquello que ven en los balcones de enfrente. El comienzo de Pelo malo es de esta manera cinéfilo, bello y rotundo. Es eminentemente realista; nos introducimos en mundo a través de los ojos de sus habitantes y escuchamos el bullicio típico y reconocible de los espacios abiertos. La referencia obligada a La ventana indiscreta no es gratuita ni un alarde de erudición, es una puesta en escena concreta de la que la directora se sirve para moldear un mundo que le es cercano y conocido. Implica a nuestra necesidad natural de asomarnos a las vidas de los otros y conlleva la legendaria espectacularidad del cine enquistada en nuestra memoria y tradición, un cine que se recrea desde el “haber visto” y con herramientas que están al alcance. De soñar con elementos a nuestro alcance también trata la película de Mariana Rondón. Junior tiene pelo mota y quiere –en función del requerimiento de una fotografía escolar– sacarse la foto “como cantante con pelo liso”. No es un sueño difícil de concretar, no hacen falta demasiados bolívares sino un simple secador de pelo para conseguirlo. Pero la fantasía asequible se complica porque Junior está rodeado de prejuicios, “de lo que tiene que hacer una nena” y “de lo que debe hacer un varón”, de que “si hace eso va a ser maricón”, de esa abstrusa carga ideológica con la que hemos crecido y que restringe nuestro mundos cotidianos en lugar de ensancharlos. Pelo malo trata así de un chico y su proceso de identificación sexual, pero también de Venezuela, de las secuelas cotidianas de sus procesos políticos e históricos, de la capacidad pasmosa de los medios de comunicación para insuflarnos imaginarios. Y lo hace a través de gestos mínimos y pequeños elementos; con la corona de reina o la gorra de soldado que refuerzan íconos subsistentes de género, con la mirada temerosa de la madre porque el chico baila de una manera “rara”, con la mirada desafiante y fija del protagonista que condensa con precisión una diferencia que en un futuro expresará con palabras. Detrás de los gobiernos, detrás de los grandes ideales y de las polarizaciones, detrás de las ideas totalizadoras y cualquier intento de homologación, está la gente que sobrevive y sueña desde los límites estrechos del balcón. Y habrá quien quiera ser soldado, cantante, o reina de la belleza. O quienes con más edad sostienen ideales más modestos, como trabajar de seguridad y usar uniforme. No somos un bloque, parecería advertir la película desmintiendo su imponte estructura edilicia al revelar sus recovecos y multiplicidad. Tenemos una capacidad ilimitada e intacta para imaginar, pero soñando sueños diversos.
El segundo largometraje de Natalia Smirnoff arranca con el cerrajero en plena actividad abriendo una puerta cuya llave ha quedado atascada. La directora nos adentra en las vicisitudes del oficio mientras capta la sensación de desprotección de quienes, imposibilitados de salir de su casa, requieren de ayuda profesional. Esta reacción psicológica se sostiene a lo largo de la película y constituye uno de los puntos fuertes. El otro recae en la solvencia técnica del protagonista, cuya habilidad no se acota a la profesión sino que traslada a distintos actos cotidianos, como el cambio del cuerito de una canilla. Como en Rompecabezas, Smirnoff vuelve retratar habilidades específicas, oficios y pasatiempos que se inscriben en el cuerpo de los personajes y que en las manos diestras de éstos se transforman en un verdadero “don”. Sea el rompecabezas o una sofisticada cajita de música, cada puesta en escena se ajusta con devoción a la actividad específica. La película avanza entonces con planos cerrados y claustrofóbicos, con planos más abiertos y una cámara inquieta en búsqueda de la interacción o con una sucesión rítmica de detalles que se amoldan, con precisión y sin énfasis, a la belleza del objeto en cuestión y, más aún, a un paciente protagonista que parecería fusionarse con ellos. Con este arsenal Smirnoff nos sumerge en la vida del cerrajero Sebastián, pero sobre todo en los cambios que se operan a partir de que Moni, una de “sus chicas” queda embarazada y él comienza a tener clarividencias –y a proclamarlas en voy alta– sobre las emociones y conductas de sus clientes. En esta instancia la película se juega a una apuesta difícil de sostener. En parte porque las visiones se enuncian pero no se profundizan, a excepción de la que involucra a Daisy, la ex empleada doméstica peruana, que deriva en una subtrama policial no muy consistente. Otra de las razones es que en su afán de “abrir puertas” la película se satura en su acumulación de símbolos. Y a diferencia Rompecabezas en donde la habilidad del armado era concentrada y vital en su poder transformador, aquí “visiones” y “cajas de música” se amontonan y superponen al contexto del humo, un marco por cierto difuso al que la propia película otorga desde sus títulos un espacio esencial. Esta proliferación de elementos queda bastante desarticulada, llevando a la película a la dispersión y dejando algunos momentos centrales aislados y sin efecto, como la escena final o el encuentro (¿ajuste de cuentas?) con el padre. El cerrajero no logra de esta manera ahondar en algunos de los núcleos narrativos que propone, pero su eficacia puramente cinematográfica nos reserva unas cuantas delicias: escenarios creíbles y naturales, un exquisito trabajo de sonido y actores siempre impecables como el gran Arturo Goetz, inolvidable aporte para el Nuevo Cine Argentino.
Si algo evidencia la última película de Hirokazu Koreeda es un clasicismo que despunta en la escena inicial. Un chico que en unos meses comenzará la primaria, es interrogado por miembros de la institución a la que sus padres aspiran que concurra. La escena –que coloca al chico en el centro del plano frente al eje de cámara– nos presenta al pequeño detonante de la historia al tiempo que nos informa de los rigores con los que será educado. De tal padre tal hijo podría ser en este sentido la película de Koreeda que menos presume de oriental, la más mainstream dentro de su filmografía y la más cercana al cine norteamericano. Koreeda sostiene un clasicismo esencial que nos sumerge de lleno en la materia narrada y nos adentra en el día a día de una familia en la que todo comienza en un estado de tranquilidad aparente. Sin embargo, las cosas se complican cuando el matrimonio se entera de que su hijo de cinco años no es en realidad “hijo biológico” ya que les ha sido intercambiado por otro luego del parto. Esta puesta en crisis abre el juego en la película no ya para narrar la tragedia de una sola familia sino la de dos núcleos muy diferentes enlazados por el dolor común y la ironía del destino. A partir de este punto la película se enriquece, sobre todo porque la segunda familia entra en escena con otro anclaje en la realidad, otra mirada y otro modo de criar a los hijos. Koreeda acompaña a cada una de ellas en la elaboración de su propia tragedia, exponiendo lo trágico dentro de lo cotidiano y acercándose se manera tensa y pudorosa con una elegancia que nos recuerda a los momentos más eficaces de Eastwood. ¿Qué es lo que determina el vínculo entre padres e hijos? ¿Los lazos sanguíneos? ¿La crianza? Lo bueno es que la película responde a sus interrogantes desde sus entrañas, evitando simetrías previsibles entre las familias, resguardando momentos de ligereza y humor y utilizando las variaciones de Bach y Beethoven de manera no intrusiva (se incluyen al final de secuencia, sin subrayar emociones). La puesta en escena se afirma también con la dirección actoral y el montaje interno. Ante la insólita situación que deben atravesar, los actores adultos actúan con el rostro. Y lejos de un primer plano evidente el director los ubica detrás de los hijos mirándolos sin que éstos lo adviertan, creando un contrapunto en el encuadre en la que el mundo infantil, indiferente al dolor, se distancia del más enrevesado de los adultos. Hemos sido incontables veces objeto de las miradas de nuestros padres, parecería decir la película extrapolada de sus circunstancias. Y esta descripción adquiere un peso tan real como cuando uno de los padres le dice al otro que “hay distintas maneras de formar una familia”. Esta frase, que bien podría atribuirse a alguna entidad de reivindicación de la diversidad sexual, es clave en el desarrollo de la película. Hay diversas maneras de vincularse con los niños, demuestra De tal padre tal hijo con elocuencia. O al menos hay más de una. Y ser padre no tiene que ver estrictamente con la filiación genética ni con la educación sino con estar atento y presente el mayor tiempo posible. Tan simple como eso.
Varias películas conviven en Cae la noche en Bucarest. La primera –el gran fuera de campo de la historia– es la que Paul intenta terminar. De esta película en rodaje presenciaremos los ensayos y sabremos que será un film político. Nos enteraremos de que Alina deberá hacer un desnudo; que es una actriz secundaria y vive un romance con Paul; que su personaje ha ido ganando espacio porque la cámara está siempre sobre ella. Otra película es la dePorumboiu, la que percibimos desde nuestra experiencia individual en la sala de cine. Es la que contiene y se anticipa especularmente a la de Paul, demorado en el rodaje y bloqueado en el proceso creativo. Cae la noche en Bucarest arranca desde un automóvil con un diálogo amable entre Alina y Paul. Y es desde este interior nocturno con dejos de sala cinematográfica –los vemos en la oscuridad, de espaldas y frente a una Bucarest fantasmagórica encuadrada por el vidrio delantero– en donde Paul asegura que en el futuro el cine va a desaparecer y será reemplazado por algo diferente. Pero su mayor afirmación será la de la supremacía del fílmico, el soporte con el que aprendió el oficio; no solo por los límites que impone al trabajo sino porque determina una mirada, una forma de ver el mundo. Varias de las ideas de Paul se plasman a través de esta puesta sin música y con escaso trabajo de iluminación; con un registro actoral de gran naturalidad, planos largos y acotados movimientos de cámara. Como en Kiarostami, Panahi o Michelangelo Antonioni, un referente al que alude el film, Porumboiu vuelve a demostrar que el cine no es solo un mero vehículo para contar historias. Pero Cae la noche… no se agota en la recursividad, y es más que un juego de espejos o una puesta en escena de ideas. Una tercera película más interesante y que supera a las anteriores es la que construimos como espectadores activos a partir de la interacción entre Alina y Paul, envueltos en un romance tan circunstancial como la medida del rodaje. Es la que nos confronta con miedos e inseguridades, con mentiras, pedantería y ambición.Estos comportamientos se nos revelan no solo por los mismos resortes de la película sino ya a través del legendario poder del cine para remontar el discurso de todo aquello que los rodea; sus pliegues, sus grietas y su silencio; la gestualidad que mayormente no percibimos por ser ciegos a nuestro propio rostro. Paul proclama enfático los “límites” del digital pero lo único que hace es extralimitarse. Un desbarajuste que lo lleva a inventar una úlcera inexistente y a poner en riesgo a su productora. Alina, más clara y directa que Paul en algunos aspectos, miente más de una vez a un interlocutor telefónico. Paul habla pedantemente de la sofisticación de la cocina occidental mientras que come de la manera más tosca posible. Como en el cine de Rohmer, los personajes están lejos de aquello que exponen con vehemencia. Y por debajo de las actividades que aman y a las que dedican esfuerzo y dedicación porque les dan un verdadero sentido a la existencia, corre otra película menos heroica, más opaca y patética. Intentamos alcanzar –parecería sostener Porumboiu– nuestros ideales desde nuestro metabolismo y fragilidad. Quizás cuando logremos remontarnos seamos héroes en la película de nuestra vida.
Doble trabajo La sal de la tierra de Herbert Biberman, una verdadera rareza en la historia del cine norteamericano, descubría en 1954 la huelga organizada por mineros de origen mexicano a la compañía estadounidense Delaware Zinc. El panorama parece ser, en un principio, el de un reclamo típico por condiciones desfavorables de trabajo. Inesperadamente las esposas de los mineros se resisten a quedarse en la casa sin tomar parte de la protesta. Inician un piquete paralelo con sus propios reclamos, algo como una huelga dentro de otra sin apoyo ni consentimiento de sus maridos. Sesenta años después la situación no dista mucho del documental de Ginger Gentile y Daniel Balanovsky sobre las chicas que, así sea profesional o recreativamente, intentan jugar fútbol. Una buena parte de Mujeres con pelotas se basa en la invisibilización que sufren a la hora de intentar ocupar la cancha. Como las esposas de los mineros, las mujeres que acceden al deporte a través de planes sociales deben sortear esta doble discriminación; la de una invariable exclusión de la sociedad y la de los propios hombres de su entorno, que no advierten sus presencias ni respetan su derecho al juego. Si una película con las mismas características se basara en el entrenamiento de varones se centraría en esta misma emergencia social pero sobre todo en las proezas, destrezas y habilidades del más hermoso de los deportes. De más está decir que la tarea de las chicas va más allá de jugar a la pelota. Se trata de vencer ese cúmulo de prejuicios e impedimentos reales que hacen que les sea difícil de desarrollar la actividad que les ha sido negada por años, incluso en un país con una extraordinaria tradición futbolística. Mujeres con pelotas está hecha con los materiales del fútbol femenino; con pasión, habilidad y escasos recursos. Su mayor fuerza expresiva radica en los testimonios de las jugadoras, en las canciones de Ramiro Gutiérrez y Kumbia Queers que estallan en los momentos felices y en la inconfundible lucidez de Mónica Santino, entrenadora de “Las Aliadas” de la villa 31 y estrella hace diez años de Lesbianas de Buenos Aires de Santiago García. Cuando las protagonistas no aparecen en cámara se superponen testimonios de periodistas deportivos reconocidos por su labor en televisión. Aquí el montaje se evidencia a través de la contraposición de opiniones y el documental pierde fuerza, por lo maniqueo del procedimiento y porque los comentarios –más allá del aval de los periodistas– resultan bastante corrientes. (Hubiera sido interesante aprovechar más a Mónica Santino o convocar a un gran especialista en Filosofía del deporte como Claudio Tamburrini) Pero la mayor contradicción en la que incurre la película es la de incluir solo voces masculinas como aval, como si la actividad se confirmara a partir de ese reconocimiento.Sí resulta atractivo recabar los prejuicios positivos y negativos que evidencia este muestrario de opiniones. Algunos, más optimistas, aseguran que el futuro del fútbol es femenino. Otros se sorprenden de la habilidad y capacidad del juego de las chicas. Otros, en el más penoso de los casos, ni siquiera las ven.
Si existe una imagen más o menos generalizada de lo que puede ser un crítico de cine es la de la película de Hernán Guerschuny. Es el que colabora semanalmente con un diario, no gusta de nada de lo que ve, vive ajustadísimamente de su profesión y padece las fobias y manías que la película retrata con humor y agudeza. Que el crítico en cuestión resulte amigable se debe a Rafael Spregelburd. Más allá de cualquier destreza o habilidad actoral, Spregelburd genera un ritmo, tono y hasta una música propia que imprime a su Víctor Tellez una credibilidad enorme. Frente a esta imagen de crítico porteño la mirada del director no es distante ni demoledora. No cabe duda de que Guerschuny está del lado de su crítico. No de sus ideas pero sí de lo consecuente que intenta ser con ellas. La integridad se demuestra en el momento en que el jefe lo humilla ante la presión de las distribuidoras. Por lo demás, Tellez habita ese mundo decorado y moldeado por el cine que choca siempre con el real, un espacio poblado de personajes del quehacer cinematográfico. Sin embargo la película no se encierra en un acopio de referencias gratuitas. Cualquiera que desconozca alusiones al medio local puede disfrutar de su agradable fluidez que la lleva inexorablemente a la comedia, género que el crítico detesta y la película remoza. Como en la gran Hechizo de tiempo, Tellez queda atrapado en un tiempo regido por azares y encuentros fortuitos. Es evidente porque “el género manda”, que para romper este hechizo deberá superarse y quizás sean las dos mujeres que promueven el cambio las aristas más interesantes que tiene la película, las que la abren y alejan de lo que podría haber quedado en un mero retrato paródico. “La turista cleptómana” –encarnación de la actriz de esas comedias aborrecidas– parece llegar desde un época anterior al cine; época de impronta teatral, bicicletas, danzas y ferias de antigüedades. “La sobrina”, en cambio, está cerca de la visión de una nueva generación. Es la de la crítica salida del clóset y de toda impostura; la que le discute sus ideas más arraigadas y lo hace caer en la trampa de creer que lo que se ve en la cámara de vigilancia es una película taiwanesa. Y a propósito de este novedoso personaje vale decir que contrariamente a la imagen de crítico que la película propone, la reflexión sobre el cine –la gran mayoría de las veces no remunerada– fue sustancialmente distinta en los últimos años. Ha llegado desde el centro y desde la periferia y ha sido prolífica en el acopio y revisión de material. Ha estado abierta a los géneros –la comedia en particular– y a nuevas tendencias cinéfilas. Ha interpelado a través de escrituras personales y ha sido producida cada vez más equitativamente por hombres y por mujeres de distintas edades, algunos incluso estudiantes de cine. Sin embargo este crítico porteño y neurótico apegado a sus ideas que no logra ser consciente de sus clisés tiene fuerte anclaje real. Todavía subsiste y deambula por ahí y en este sentido hay que animarse a proclamar que la idea de la muerte del cine a esta altura resulta demodé y bastante trillada. Incluso cursi, siguiendo el epíteto de cabecera del crítico en cuestión. Cursi y previsible, con perdón de Truffaut.
Aires de esperanza es despareja, fluctúa entre distintos géneros sin crear algo propioyse empantana a la hora de cerrar una historia que podría haber sido más simple. Jason Reitman abusa del flashback parasobre explicar aquello que no logra resolver desde el presente y lo único que consigue es aniquilar ambigüedades y misterios. Es una película tan poco confiable como su título de distribución (Labor Day, el título original es preciso y funcional al relato). El valor de verdad es el que le imprimen los actores. Es creíble Josh Brolin como fugitivo, con una mirada fija y ceñuda que suma al relato temeridad e incertidumbre. Es creíble el pequeño protagonista Gattlin Griffith, candoroso y lejos de la cursilería. Es tremendamente creíble Kate Winslet en su depresión, con una puesta en acto del sufrimiento que se traduce en gestos exactos y patéticos sin gritos ni declamaciones. Pero el margen de libertad de un actor siempre será limitado y la realidad es que Reitman tensa el relato hacia un lirismo poco convincente, tan forzado como cuando idealiza a un fugitivo condenado por el asesinato de su mujer que de golpe es padre ejemplar, amante de los niños y de las tareas domésticas. Como en La joven vida de Juno, los hechos se nos presentan a través de un ser en pleno crecimiento y formación. Es inevitable asociar el nombre del director a esta película y, aunque Reitman cuente con otras cuatro en su haber,Juno es una película de gran entidad, clases sociales y generacionales bien delineadas y buenos diálogos de una guionista probada. Claro que no se trata de poner en escena una fórmula inquebrantable. Menos de recetas eficaces o de libros exitosos. El indiscutido encanto de Juno radica en su extrema lozanía pero también en la habilidad del director para acariciar asperezas. En Aires de esperanza también existe un velo juvenil a través del cual vemos cómo se decantan los hechos. Esta mirada es inocente pero también moral y quizás sea la mayor destreza del cine de Reitman. El diálogo de los hermanos con el padre y su nueva esposa o la elocuente noviecita de Henry (un personaje que daría para otra película) dan cuenta de su gran capacidad para adentrarse sin condescendencias en una mirada preadolescente. También resulta inevitable –quizás por mera afinidad temática– asociar Aires de esperanza a películas como Un mundo perfecto y Los puentes de Madison. Incluso con Más allá de la vida; la escena en la que Brolin enseña a Winslet y a su hijo a hacer un pastel de durazno remite aunque vagamente a la clase de cocina magistral de la película de Eastwood. Pero en Eastwood los hechos narrados tienen valor y existencia por su arrolladora fuerza exponencial, más allá de cualquier significado añadido. En Aires de esperanza, el pastel de durazno reviste un valor metafórico, tan obvio y sobrecargado que el pequeño protagonista terminará transformándose en empresario pastelero.
Agosto cuenta de antemano con muchos elementos a favor: una obra de teatro reconocida y ganadora del Pulitzer, un elenco con actores como Ewan McGregor y Julliete Lewis que nos han acostumbrado a gratos momentos, dos actrices experimentadas y queridas por el público que garantizan convocatoria. Meryl Streep y Julia Roberts vienen también a remozar a la “madre e hija ajustándose cuentas”, dueto que el cine ha transitado con frecuencia con altas performances de Bergman y Woody Allen. Pero Agosto carece de potencia cinematográfica y esta falla no radica exclusivamente en su fuente de inspiración. Las adaptaciones del teatro al cine –de las que Shakespeare fue víctima en los mejores y peores casos– han generado resultados diversos. Más que por su naturaleza teatral, las falencias de Agosto provienen de ese devenir en el que el teatro necesita transformarse en cine. Es ahí donde el director John Wells y Tracy Letts –autor de la obra, colaborador en la película– se pierden en su propia traducción. Wells filma con bastante pobreza, en especial en los momentos “intensos” de duelo descarnado entre Julia Roberts y Meryl Streep en los que todo se recita, todo se declama o se escupe. Esta sucesión de unipersonales emotivos en la que cada uno aguarda el momento para hacer su descargo es lo que más estanca la película, lo que le quita dinamismo y fluidez. Porque de acuerdo con la lógica del film el sufrimiento no se ajusta a los límites del cuerpo; no está enquistado en los gestos, en la contención de la emoción o en el no decir las cosas (que podría ser tan valioso como decirlas). Las emociones están a flor de piel y uniformadas y el dolor personal es como una náusea esperando su turno para provocar el vómito, un alien acechando agazapado solo para desbaratar a quienes están cerca. Wells es consciente de la necesidad de agilizar tanto parlamento y busca exteriores como contrapunto visual. Esto logra airear un poco la película, pero la realidad es que Agosto es en esencia coral y de interiores y es en la representación de la interioridad en donde más fracasa. Casi todos actúan con mayúsculas pero nadie interactúa, nadie se interesa por el otro. Los otros (en especial los personajes masculinos, bastante desdibujados) parecen no tener capacidad de respuesta. Este silenciamiento del entorno que atenta contra uno de los principios más básicos de la cinematografía (ya desde el plano contraplano el cine buscó tempranamente dar cuenta de la reacción) lleva en particular a Meryl Streep a desplegar un histrionismo desbordado la mayoría de las veces altisonante y ridículo. Pero si Agosto se basa indefectiblemente en las actuaciones es en este punto en el que sucumbe y logra a su vez mayor precisión. Sam Shepard está elegantísimo e incluso misterioso en el comienzo, Margo Martindale muy sobria en su gran revelación. La bendición que intenta elaborar el tío Charlie en la mesa (momento que sí contempla la reacción de los demás) es una de las escenas más simpáticas. Son soplos de libre albedrío en una película en la que todo ya viene arrastrado por la fatalidad.