La ley del deseo
Parece ser que tuvo que llegar este enorme actor para lograr la adaptación de esta novela de Georges Simenon. Y el resultado no defrauda. La película nos mete de lleno, sin preparación, en un torbellino de imágenes sensuales, de cuerpos transpirados, de fragmentos que pertenecen a diferentes tramos de la historia. Es una buena decisión, puesto que la falta de linealidad en el relato y el continuo vaivén temporal se corresponden con la perturbación que le provoca al protagonista su imponente (y más alta) amante interpretada por Stéphanie Cléau, una especie de femme fatale del polar francés. Pero no es sólo eso. El caos inicial a base de destellos visuales mostrados desde diferentes ángulos dice algo más: así como no existen palabras que den cuenta de situaciones pasionales incontrolables, tampoco hay imágenes claras, completas o que confluyan en un equilibrio ordenado. De allí, el frenesí inicial que nos mantiene en vilo. El único espacio íntegro, pero en apariencia, es el burgués, el familiar; como contrapartida, el cuarto azul -al que alude el título- es de aquellos lugares donde la fantasía intenta plasmarse a partir de besos, caricias, mordidas, sexo sin límites. Cada uno de ellos, con sus respectivas cargas simbólicas, estará vinculado con las protagonistas femeninas.
Se trata de la ley del deseo, de cómo manejar los impulsos más allá de cualquier razón posible. Ese amor intenso se transformará en fou y derivará en una segunda parte más reposada pero no menos interesante, con testimonios cruzados, contradicciones y dilemas éticos. Es que, lejos de inmiscuirse únicamente en la mera mostración de cuerpos con poses calculadas, Amalric integra la tortuosa y placentera relación en un rompecabezas judicial que suma otras aristas para insistir sobre la idea de que la verdad siempre será una construcción discursiva en relación directa con la experiencia. Del mismo modo que no hay palabras para referir el deseo, también se pierden ante la pretensión del conocimiento absoluto de los hechos. El resto, ya es terreno siempre difuso. Tal vez, la brevedad del film se vincule con todo aquello que no se dice y que constituye un material más vasto que el que vemos en apenas una hora y cuarto enérgica.
Como buen exponente de una tradición ligada a maestros como Chabrol, Amalric deja en un segundo plano la lógica de los enigmas por resolver y cede el paso a las relaciones humanas, a lo que se esconde detrás de rostros gélidos y ambiguos en sus miradas. Un perfecto manejo del timing narrativo y el sostén de atmósferas incómodas hacen de El cuarto azul un film atendible y disfrutable. Y por supuesto, está Amalric, un actor que no necesita hacer psicología con gritos para que sepamos de su interior.