A casi diez años del estreno de El secreto de sus ojos, el ganador del premio Oscar vuelve a la ficción cinematográfica con actores de carne y hueso con esta ácida y negrísima tragicomedia basada en Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez. Los tiempos han cambiado y esta nueva versión, también. La película, más allá de cierta tendencia al subrayado y a la moraleja, encuentra en un portentoso elenco encabezado por Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock sus mejores momentos y atributos.
En marzo de 1976, justo en momentos en que el orden democrático era interrumpido -una vez más- por un golpe militar, se estrenaba Los muchachos de antes no usaban arsénico, película de José Martínez Suárez con Mecha Ortiz, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici y Bárbara Mújica. El film no tuvo la repercusión deseada en medio de ese contexto desolador, pero con los años esta comedia ácida, provocadora y negrísima, se ganó el favor cinéfilo y se convirtió en objeto de culto. Lo mismo ocurrió con el propio Martínez Suárez, quien generó varias generaciones de alumnos y discípulos que lo veneran.
Juan José Campanella nunca ocultó su admiración hacia Martínez Suárez, pero sorprendió que, para su primera película de ficción tradicional luego de ganar el Oscar hace ya casi una década con El secreto de sus ojos (en el medio concretó el film de animación Metegol y varios proyectos televisivos), eligiera hacer una remake de aquel largometraje de hace 43 años.
No tiene demasiado sentido incursionar en “el juego de las diferencias”, pero El cuento de las comadrejas, además de durar casi 20 minutos más que el original, ha atenuado o directamente borrado ciertos elementos disruptivos ligados al abuso psicológico hacia la mujer. Son tiempos de corrección política y Campanella -encargado de la adaptación y lavada de cara junto a Darren Kloomok- entendió que había que cuidar un poco más tanto las formas como los contenidos. Así, más que una batalla de los sexos, ahora se trata de una batalla generacional, una guerra del cerdo invertida con los viejitos piolas tratando de combatir a la modernidad, a los jóvenes ambiciosos que creen sabérselas todas, y que en el film están representados por los personajes de Francisco Gourmand (Nicolás Francella) y Bárbara Otamendi (Clara Lago).
La película transcurre casi íntegramente (hay algunas escenas aisladas en restaurantes y oficinas corporativas) dentro y fuera de una impresionante casona (se rodó en el castillo Guerrero) que parece anclada en el tiempo. Allí viven desde hace 40 años Mara Ordaz (Graciela Borges), una diva de la época de oro del cine argentino con su preciada estatuilla dorada bien visible en la entrada y decenas de objetos que rememoran su pasado esplendoroso (el film es, también, sobre el dolor de ya no ser), su marido postrado Pedro De Córdova (Luis Brandoni), un ex actor sin demasiado éxito devenido artista plástico; Norberto Imbert (Oscar Martínez), quien dirigiera varias películas de Mara; y el otrora famoso guionista Martín Saravia (Marcos Mundstock).
Entre ironías mordaces, un cinismo lindante con la crueldad y una acumulación de resentimientos que por momentos parece transformarse en odio, esta suerte de tribu, de secta, de resistentes, sobrevive con su impronta nostálgica y una particular dinámica interna. Sin embargo, la llegada de Francisco y Bárbara, en un principio encantadores pero pronto convertidos en una amenaza a partir de la idea de concretar con ese terreno y semejante propiedad un importante negocio inmobiliario, genera en ese núcleo una reacción furiosa y de imprevisibles consecuencias.
Los principales problemas de la nueva película de Campanella tienen que ver con cierta tendencia al diálogo altisonante, al subrayado obvio y aleccionador (sí, comadreja rima con moraleja) y a una impronta demasiado teatral que genera algunos desniveles en los registros actorales (más contenido en el caso de Martínez; más exaltado en el de Brandoni). De todas maneras, los duelos interpretativos alcanzan ciertos pasajes de brillo, la construcción de ese universo cerrado (y luego espiado por ajenos) tiene su encanto perturbador y por momentos el film consigue la tensión necesaria como para que el espectador se involucre con la suerte de estas criaturas tan encantadoras como feroces, tan seductoras como temibles, para una auténtica fábula darwiniana sobre la supervivencia del más apto.