Arsénico con agregados. Hay un Campanella más oscuro y menos sentimental, el que (después de haber estudiado cine en Avellaneda y perfeccionarse en Nueva York) dirigió los largometrajes de ficción hablados en inglés El niño que gritó puta (1991) y Ni el tiro del final (1999), además de capítulos de varias series estadounidenses (desde Remember Wenn hasta Dr. House y Colony). El más conocido, sin embargo, es el que prefiere el trazo costumbrista y el efecto lacrimógeno o risueño ligado a peculiaridades de los argentinos (o, mejor dicho, de los porteños). El cuento de las comadrejas, aunque parte de una historia de ribetes macabros, se desvía hacia la última variante.
Algunos cambios respecto al original pueden considerarse oportunos: si en Los muchachos de antes no usaban arsénico (1975, José Martínez Suárez) los ancianos habitantes de una enorme casona jugaban a las bochas, acá se entretienen en una sala de billar, en tanto el hecho de que los interesados en comprar la casa sean ahora dos personas no modifica la idea de la codicia oculta bajo una apariencia afable. Una novedad más significativa se encuentra en quienes terminan siendo las víctimas, pero no resulta desatinada la decisión adoptada para esta nueva versión, teniendo en cuenta la posible misoginia del guión original escrito por Gius y Martínez Suárez.
Otros cambios no favorecen al film de Campanella. Los muchachos de antes no usaban arsénico se concentraba en sus cinco personajes y un ambiente único, con frases y gestos cruzándose sinuosamente y con gran precisión mientras odiosos animalejos (ratas, arañas, comadrejas) rondaban los alrededores. El tono general del film era austero, con la música de Tito Ribero creando un persistente efecto perturbador y los protagonistas encarnados por glorias del cine (Mecha Ortiz, Mario Soffici, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta), lo que implicaba un disfrutable homenaje irónico. Debajo del humor negro latían diversas interpretaciones, con la joven invasora (la gran Bárbara Mujica) entablando una relación casi familiar con los ancianos, vestida de colores claros, prodigando frescura y regalos como un engañoso ángel. Hasta podían encontrarse referencias inquietantes a la Argentina de entonces: vale recordar que fue la primera película nacional estrenada después del golpe cívico-militar de marzo de 1976.
En la adaptación que Campanella y Darren Kloomok hicieron para El cuento de las comadrejas se agregan varios personajes ocasionales, salidas a la ciudad, flashbacks, canciones, gritos y excitación. Casi no se ven comadrejas, la casona aparece abarrotada de adornos hasta la exageración y Graciela Borges luce en cada secuencia un vestido diferente. Por consecuencia de todo esto, lo macabro se desdibuja y los viejos no parecen dignos representantes de esplendores pasados sino participantes de una crispada telecomedia. Tiempo atrás, Campanella había manifestado su intención de llevar adelante esta remake con Lauren Bacall, Peter O’Toole y Mickey Rooney: sin dudas, ese elenco parecía más apropiado para acercarse al planteo original. Con Borges, Luis Brandoni, Oscar Martínez y Marcos Mundstock (este último disparando a veces frases ingeniosas con la misma impostura que cuando lo hace como integrante de Les Luthiers), el homenaje cede al mero intercambio de insultos y chascarrillos. Otra curiosidad es la preponderancia que se la da a la estatuilla del Oscar (incorporándola incluso a la trama): es comprensible que Campanella esté contento de haber ganado ese premio, pero acá lo luce una y otra vez como un chico mostrando un juguete que ninguno de sus amigos llegó a tener.
Desde ya que el valor de una remake no depende de su comparación con el original, pero en este caso parece necesario remontarse al film de 1975 para tratar de comprender cuál es el sentido último de la obra.
Algunas buenas bromas sobre el paso de los años, referencias cinéfilas y ocasionales efectismos que provocan inquietud forman parte de una trama que avanza de manera algo atolondrada, sin infundir suficiente temor y desperdigando irregulares chispazos de humor. Esa precipitación (que tal vez pueda explicarse por la importante trayectoria televisiva de Campanella) abarca ideas que surgen con la reescritura del guión. Directores del cine argentino clásico como Mario Soffici, Hugo del Carril y Daniel Tinayre son mencionados en medio de imágenes de películas en las que Graciela Borges realmente trabajó y que son de otras épocas, cambiándose los afiches y los títulos y mezclándose a su vez con referencias a exilios y listas negras sin mencionarse la última dictadura o algún gobierno en particular, por lo que queda todo enredado en una maraña confusa. Si bien la película no tiene por qué ser didáctica, le hubiera venido bien mayor meticulosidad al arrojar citas, al menos para no confundir al espectador.
Por otra parte, como en algunos de sus anteriores films de ficción (El hijo de la novia, El secreto de sus ojos), Campanella acumula diálogos en los que se discute o se bromea sobre temas delicados de manera un poco irreflexiva; aquí, por ejemplo, se habla de alguien que “intentó salvar el mundo en los años ’70 con sus documentales” y que “con la vuelta a la democracia” terminó haciendo una película vergonzante, así como el veterano director interpretado por Oscar Martínez sostiene, en un momento, que “el resentimiento” es lo que más lo motiva, declaraciones que parecen servir sólo para provocar ligera incomodidad. Además, oponiendo la astucia de los mayores al desdén de los jóvenes, El cuento de las comadrejas termina adoptando un matiz conservador, sobre todo porque la reivindicación se diluye burlándose de la sexualidad en la tercera edad. Algo similar podría decirse de la objeción moral al “pragmatismo” tras el que se escudan los joviales agentes inmobiliarios, crítica demasiado cómoda al no sugerirse algo más –ni siquiera con humor– en torno al poder de la corporación que éstos representan.
De estas contradicciones y eficaces momentos aislados está hecha esta nueva remake de un film argentino después que Santiago Mitre reversionara cuatro años atrás La patota, cuya primera versión había sido, curiosamente, dirigida por el cuñado y protagonizada por la hermana del director de Los muchachos de antes no usaban arsénico.
Por Fernando G. Varea