La herrumbre nunca descansa
A diez años de El secreto de sus ojos, Campanella vuelve con El cuento de las comadrejas, remake de un clásico de los setenta de José Martínez Suárez.
El cine de Juan José Campanella vive envuelto en una aureola de candidez, lugares comunes, finales felices y demás predictibilidades que no se llevan del todo bien con la corrección política del cine arte. Dicho esto, el hombre es un profesional que toma muy seriamente su oficio. Con la excepción hecha del film animado Metegol, desde El secreto de sus ojos, hacía diez años que el director argentino no realizaba un largometraje, y desde 1997 venía trabajando en un guion que adaptara a Los muchachos de antes no usaban arsénico, la película de 1976 rodada por José Martínez Suárez que es, inequívocamente, una de las cumbres del cine argentino. En otras palabras, Campanella no aprovechó el envión de su oscarizado cuarto film para sacarle jugo a su renombre. Diversificó sus actividades, trabajó para la televisión, hizo Metegol, y planificó cómo continuar su carrera grande. Fue, aparentemente, trabajando con Graciela Borges en el unitario El hombre de tu vida cuando descubrió que en la diva tenía a Mara Ordaz, la estrella crepuscular que protagonizara Mecha Ortiz en el film de Martínez Suárez. De algún modo, ella fue la piedra angular que apuró la conclusión del guion y sobre la que se armó el nuevo trío de veteranos imposibles, que encarnan Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock. Es un poco como la Norma Desmond de Sunset Boulevard, que vive mirando sus filmes de antaño (algunos reales, e interpretados por la propia Borges), siendo el faro de la película, una luz intensa, que brilla al tiempo que se apaga.
En Los muchachos de antes no usaban arsénico, por el contrario, el motor narrativo estaba puesto sobre los amigos que interpretaban Mario Soffici, Narciso Ibáñez Menta y Arturo García Buhr, sobre sus acciones y sus frases corrosivas. Sobre el modo en que estos tres jubilados del cine acorralaban a Mara (Ortiz), la diva, y a Laura Otamendi, la agente inmobiliaria que interpretaba Bárbara Mujica, interesada en adquirir la antigua casona que el cuarteto decadente habitaba. Por esas vueltas del destino, la película se estrenó en sincronía con el golpe militar de marzo del ’76, y hay algo curiosamente oscuro en su tono. Más que humor, en el film de Martínez Suárez hay un regusto humorístico, que llega cuando los diálogos de Soffici, Ibáñez Menta y García Buhr ya han hecho mella, ya han clavado el puñal, y mueven a la sonrisa por su impacto e inverosimilitud. Campanella, un hijo de los ochenta y el redescubrimiento de Billy Wilder y Frank Capra, pone en boca de Martínez, Brandoni y Mundstock diálogos corrosivos pero elaborados, pone a la inteligencia por delante de la genuina turbación. No se trata de decir que si el trío original amenazaba el nuevo entretiene. Pero casi.
Fuera de esto, la canción es la misma. En El cuento de las comadrejas, Mara Ordaz vive hace cuarenta años en una casona retirada al igual que su alma, rodeada por un esposo inválido, Pedro de Córdova (Brandoni), el veterano director de alguno de sus filmes, Norberto Imbert (Martínez), y el veterano guionista de los mismos, Martín Saravia (Mundstock). En una escena inicial, Pedro, de ex actor periférico a artista plástico amateur, está de espaldas en su silla de ruedas, retratando el paisaje de copioso verde que rodea a la casona (gran parte de la película fue rodada en el castillo Guerrero, de Domselaar). Martín y Norberto se acercan a curiosear y disparan dardos envenenados sobre la obra del pintor novel. Seguidamente, el sarcasmo y las inoportunas acciones del dúo tendrán en permanente jaque a la ex diva. En el momento menos esperado, Mara se sobresalta al oír los escopetazos de Norberto, preocupado por matar comadrejas que rondan su gallinero. La agresión es permanente, pero pertenece más al terreno de la sátira. Pedro es cómplice pero no partícipe de este modus operandi. Contra sus amigos guarda un viejo rencor, el de haber sido incluido como actor secundario en un clásico protagonizado por Mara, donde participa como silente eunuco en la escena más fogosa, viendo a su mujer en brazos de un galán de turno.
Como en el film de Martínez Suárez, en algún momento esta incómoda sociedad resiente una intrusión. El personaje que en aquel film interpretaba Bárbara Mujica acá aparece desdoblado por la pareja que protagonizan Bárbara Otamendi (la española Clara Lago, con un impecable acento argentino, cuyo personaje fue bautizado sin duda en homenaje a Bárbara Mujica) y Francisco Gourmand (Nicolás Francella, de un parecido asombroso, en rostro y expresiones, con su padre). El plan de ambos es seducir a Mara para que venda su mansión, un objetivo cuyo costo no es sólo munición gruesa verbal de sus ocupantes, sino la misma dislocación temporal de la diva. “Seguramente todos los hombres caerían a sus pies”, le dice Francisco a Mara, en un cortejo demasiado ampuloso. “Ay querido”, le responde, “qué iluso sos. Ojalá todos los hombres tuvieran tu buen gusto”.
A Bárbara, por su parte, le toca la tarea más difícil, que es seducir a Norberto para colaborar en la transacción. Oscar Martínez es una vez más impecable en su capacidad camaleónica, convincente a rajatablas, con una rispidez demoledora. A él le adjudica Campanella el homenaje más explícito a la cinta de Martínez Suárez. Cuando, a espaldas de la compradora, intenta ingresar de incógnito a su inmobiliaria, se registra bajo otro nombre: Mario Soffici. Y Campanella da otra vuelta de tuerca a su guion. Francisco y Bárbara están lejos de Laura Otamendi. Con su candidez, Laura y Mara estaban a merced de los Pedro, Martín y Norberto originales; eran tres machos hirientes acechando a dos mujeres indefensas. Pero los tiempos cambian y Bárbara es una mujer empoderada, no una mosquita muerta. De ambos lados se tejen estrategias en El cuento de las comadrejas. No hay malos y buenos, y en ese sentido este film es más noir que su musa inspiradora. Campanella vuelve a dirigir a actores en la pantalla grande y lo hace bien, es un justo homenaje. Y al mismo tiempo, es un justo recordatorio de esa gran obra de Martínez Suárez.