La película genera sonrisas y lágrimas desde una manipulación compartida con los espectadores de modo noble, sin golpes bajos.
Las buenas películas (las buenas pinturas, los buenos libros, la buena música) tienen en común una sola cosa: la sinceridad. Cuando un autor dialoga con el público a través de su trabajo, todo fluye.
Es posible que el espectador, enterado de que “El cuento de las comadrejas” es una remake (de la excelente “Los muchachos de antes no usaban arsénico”, de José Martínez Suárez) crea que no puede ser una película sincera. Pero lo único que justifica una remake es que su autor nos muestre, al ejercer su propia mirada –incluso, al cambiarlo– por qué gusta del original, qué le dice.
El punto de partida aquí es simple: cuatro ancianos que fueron, todos, un glorioso equipo cinematográfico (la diva, el actor, el director, el guionista) entran en crisis cuando dos jóvenes poco escrupulosos, para hacer negocio con el caserón donde viven, ejercen un juego de simulaciones. Simuladores amateurs contra simuladores profesionales: cineastas.
El asunto le permite a Campanella mostrarnos qué cine –y, sobre todo, por qué– le gusta: el melodrama argentino, la comedia inglesa estilo Ealing, cierto grotesco agridulce a la Monicelli. Sobre todo, el clasicismo de Hollywood. Lo hace funcionar de manera aceitada, con algunos momentos brillantes (la partida de pool, con un Mundstock perfecto, gran hallazgo, de paso; el prólogo) y un elenco que sabe a qué está jugando (el gesto irónico de la Borges es, además, una cuerda que le han hecho tocar demasiado poco).
La película genera sonrisas y lágrimas desde una manipulación compartida con los espectadores de modo noble, sin golpes bajos: la sinceridad paga.