Más de cuatro décadas después de su estreno (opacado entonces por el sacudón del golpe de estado de 1976), Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez, tiene, más que una remake, una nueva versión. A cargo de Campanella, que vuelve con El cuento de las comadrejas a estrenar un largo de ficción con actores -en el medio estuvo la animada Metegol- después de la oscarizada El secreto de sus ojos. Con varios cambios argumentales y de estructura, tiene un núcleo más que atractivo, con sus cuatro personajes que conviven en una casona, como alejados del mundo. Mara Ordaz (Graciela Borges), diva del cine que guarda premios, memorabilia y tesoros de su época de gloria, su marido actor, Pedro que va en silla de ruedas (Luis Brandoni), el que fuera su director (Oscar Martínez) y el también ex famoso guionista de sus películas (Marcos Mundstock).
Un elenco notable que lleva adelante lo más visible y sonante de la propuesta, su humor negrísimo, con una seguidilla imparable de diálogos ácidos, mordaces, crueles a morir. Una dinámica que puede parecer destructiva pero con la que, sin embargo, parecen funcionar bien. Hasta que llegan los villanos, evidentes para todos menos para Mara, en la piel de una pareja más joven que la reconoce y la admira. Y como Ordaz está tan ávida por recuperar la atención perdida, como una Norma Desmond de Sunset Boulevard, sospecha menos que las verdaderas intenciones de estos jóvenes (Nicolás Francella y la española Clara Lago, con impecable acento porteño) son otras. Acaso, quedarse con la casa para un jugoso negocio inmobiliario.
Campanella y su elenco consiguen mantenernos atrapados con la tensión que va creciendo en torno de este asunto, que, está claro, estallará de alguna forma. Esa tensión, sumada a los momentos de diversión genuina que proveen los actores, escupiéndose barbaridades en esa casa -un escenario más que principal: casi un personaje más-, hacen de El cuento una experiencia entretenida y graciosa. Y como es casi marca de fábrica del director, toda esta negrura chispeante se despliega sobre una especie de alegato en favor de los buenos tiempos pasados, aquí frente a la amenaza del progreso amoral, encarnada por los entrepeneurs. Y en este caso, como ha dicho Campanella, también como un homenaje al cine y a sus viejas glorias.