PIEDRA, PAPEL Y GUIONISTA
Como en toda comedia negra, lo lúdico es indispensable. Lo es -como es regla- hacia adentro y hacia afuera de la pantalla: hacia adentro, porque pone a los personajes a jugar una competencia macabra de ver quién es el más listo; y hacia afuera, porque hace al espectador totalmente partícipe de ese juego y lo pone en el lugar de ver hasta dónde soporta lo denso del conflicto. Pero la clave es lo lúdico, el juego, la chispa que se desprende de las situaciones y las características de los personajes. No entender esto, caer en la mera agresión (una tentación muy a mano), es cinismo. Los muchachos de antes no usaban arsénico, el film de José Martínez Suárez de 1976, era sumamente lúdico. Y era perfecto en eso: funcionaba todo lo que tiene que funcionar en el género, y sumaba la inteligencia de unos personajes que definían su pericia en los juegos de palabras cruzadas. El cuento de las comadrejas, la remake que emprende Juan José Campanella, también es un film lúdico: la mejor secuencia de toda la película se resuelve alrededor de una partida de pool, el ajedrez es un componente tímido pero indispensable, y los personajes van construyendo ese rompecabezas de giros finales con espíritu deportivo. La pregunta de fondo es, entonces, ¿por qué la película de Campanella no está ya no cerca de su original, sino ni siquiera a la altura de una buena comedia negra?
Si el film de Martínez Suárez usaba el cine como subtexto, para entender el conflicto de los personajes, Campanella lo vuelve su combustible principal: tenemos nuevamente la enorme casona habitada por la nostalgia de tiempos mejores, a la vieja diva en decadencia (Graciela Borges) y al trío de veteranos que la secunda como un molesto coro: su marido y ex actor, y sus dos amigos. La principal reescritura que hace Campanella en esta versión es la de los roles que ocupan los hombres: aquí no sólo son personas cercanas a la diva Mara Ordaz, sino que además formaron parte del equipo creativo detrás de sus películas. Y precisamente esa modificación, que parece menor, terminará siendo clave en el último y fallidísimo acto de El cuento de las comadrejas. Antes de llegar a eso, la película cuenta cómo la tensa paz que habitan los personajes en aquella vieja casona se quiebra con la llegada de dos desconocidos, que terminarán alentando la venta de la propiedad y la ruptura del vínculo entre los veteranos. Campanella se luce donde siempre se ha lucido, en su oído especial para hacer hablar a los personajes y volverlos criaturas puramente cinematográficas. Y el material original le da la posibilidad, además, de dejar atrás ciertos vicios de su cine costumbrista para volverlo un poco más retorcido. Claro, a veces la película cae en esa confusión marcada de la agresión gratuita que no es lo mismo que mordacidad buscada: a los cinco minutos los personajes se insultaron tanto entre sí que uno ya está un poco agotado.
Hay un detalle interesante en El cuento de las comadrejas, que la vuelve una película peculiar: ¿cuántas producciones del cine nacional se animan a jugar con guiños y referencias al cine clásico y a volver materia su propia historia? La pregunta es, finalmente, a quién le habla la película y ahí se ingresa en un territorio de dudas e incertezas. El vínculo con lo clásico, con el propio pasado, es algo habitual en el cine norteamericano, que ha sabido construir el cine como patria. Sin embargo aquí, especialmente en los últimos veinte años, donde se vive en un clima de absoluto presente persiguiendo -en ocasiones- estéticas prestadas, el discurso de El cuento de las comadrejas parece tener destino hacia el vacío. Hay que reconocerle que este es un riesgo apreciable que corre Campanella, incluso cuando se le termina volviendo en contra, como en aquella escena donde se proyecta una vieja película sobre el rostro de Graciela Borges. Los rasgos de la actriz se confunden tanto con lo proyectado que se termina perdiendo la emoción que el momento requería. Es ahí donde El cuento de las comadrejas queda al desnudo en su estudiado y ampuloso gesto cinéfilo.
Los defectos que la película venía esquivando al calor del carisma de sus intérpretes se amontonan todos en la última parte. Ese trío de la muerte que rodea a la protagonista representa las diversas fuerzas en pugna desde una perspectiva cinematográfica: Luis Brandoni (el actor) es la simulación; Oscar Martínez (el director) es la fuerza y el cerebro; y Marcos Mundstock (el guionista) es quien borda la estructura. Y a la par de cierto metadiscurso demasiado explícito, El cuento de las comadrejas termina ofreciendo el triunfo a la mirada del guionista antes que a la del narrador. La película da demasiados giros no sólo para ofrecer una distancia del original, donde el final era revelador, sino también para quedar a mano con su tiempo y su discurso de época. Entonces la traición final de El cuento de las comadrejas a Los muchachos de antes no usaban arsénico no es tanto el cambio en decisiones que toman los personajes, como la reconversión de algo que era absolutamente siniestro en algo definitivamente festivo.