Dos amores y una tarántula
Tras diez años lejos del cine, Juan José Campanella retoma un viejo proyecto de décadas atrás para dejar asentada su permanencia, su cinefilia funcional, sus tópicos habituales y la entrega total en esta nueva lectura o remake libre de la película de José Martínez Suárez Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), film al que El cuento de la comadreja homenajea, pero que afortunadamente no somete al irritante juego de comparaciones y ni siquiera de exámenes que el propio director de Metegol merezca responder.
Y homenaje tal vez es uno de los pocos elementos que sobrevuelan la trama de esta comedia negra cuando el otro es sin lugar a dudas el cine argentino de antes, pero no solamente el de los años 30 o 40 sino el que le siguió y que tal vez encontrara entre tantos rumbos el de los 70 con películas como la de Martínez Suárez en épocas de dictadura. Para algunos, ese cine contemplaba al espectador antes que a la película o las intenciones personales de sus directores y aquello que conocen algo de la filmografía de Juan José Campanella advertirán que esa es su carta de presentación y su éxito en materia de números de taquilla.
La primera singularidad de este opus obedece a la menor cantidad de costumbrismo en el planteo general y por otro lado haber contado con el mejor elenco de actores argentinos, referentes de distintas épocas del cine nacional y que hoy continúan dando todo cuando un director sabe dirigirlos.
Graciela Borges en su nueva performance de diva del cine, -rol que en la película de los años 70 estuviese a cargo de Mecha Ortíz- es la principal generadora de lo mejor de la película, no solamente por su fotogenia sino por manejar a la perfección el cambio de registro para lo cual Luis Brandoni, Oscar Martinez y Marcos Mundstock se complementan en un calibrado despliegue escénico.
Diva, director, guionista y actor opacado y siempre segundón ahora en silla de ruedas, habitan esa mansión venida a menos, viven entre afiches de películas protagonizadas por ella y además soportan sus aires mientras pasan su tiempo. Cada detalle en esa mansión conduce a una historia de cine como si de un museo se tratara, aletargado el tiempo y olor a celuloide. Todos tienen un papel en esa mecánica que hasta resulta exagerado, hasta que el cine dentro del cine introduce el conflicto con lo nuevo (Nicolás Francella y Clara Lago) y el guía del museo pasa a ser Juan José Campanella.
La película arranca en ese desentumecerse como si de un largo bostezo se tratara y el aire cambia, y si cambia el aire, cambia el decorado y si el decorado cambia, modifica la acción para empezar a escuchar ecos de un cine en una imagen en blanco y negro proyectada en una actriz que hace de diva y que es diva en medio de un humor que a veces parece británico, en el retrueque exacto entre diálogo y diálogo como esa música que ya no se escucha; como el vinilo o una partida de pool para mostrar cierto aggiornamiento y en ese movimiento constante del humor, sobre un paño y bolas que también se adaptan al juego del todo o nada se va tejiendo la estructura narrativa de cada acto para que el drama, acompañado de la tensión de un suspenso en solfa (no hay que dejar de lado que es una comedia negra) de golpe se vea atrapado por la emoción, por una historia de amor a través del tiempo y por el juego del actor que no es otra cosa que mentir.
Se trata de fingir para prevalecer en el tiempo pero lo que no puede fingirse ni actuarse es el amor o la muerte por más que un viejo parezca joven o un joven parezca viejo. A Campanella le gustan los espejos y por eso le gusta el cine. Esperemos que al público también.