Las primeras imágenes de la nueva película de Juan José Campanella mezclan el suave olor a muerte de la comedia negra con la celebración de la necrofilia que siempre tiñe el verdadero amor por el cine. Imágenes de lo perdido, en resistente blanco y negro, habitan la casa de una leyenda del cine que guarda sus películas y fotografías como el más preciado de los tesoros. Pero entre esa veneración de antaño, con premios y estatuas que la confirman, aguardan los más temibles roedores dispuestos a dar el zarpazo. Es ese extraño juego entre el horror y la devoción, que hermana al cine y la vida eterna, lo que El cuento de las comadrejas capta hábilmente en sus primeras escenas.
Campanella esgrime toda su cinefilia como sostén de su historia. Más allá del homenaje a su maestro Martínez Suárez al llevar de nuevo aquella historia de muchachos y arsénico al tiempo presente, deambulan por la casona en la que habitan una actriz y los hombres de su vida cinematográfica los ecos de Sunset Boulevard, la mención a la maestría de Mario Soffici, la ambición de conjugar el humor con esa pátina de amoralidad que siempre esgrime la comedia. Sin embargo, no todo sale como debiera: su humor se despoja lentamente de la negrura para hacerse algo ingenuo, por momentos de salón, concentrado en la excesiva gestualidad de algunos personajes -como el de Nicolás Francella- o en algunos gags demasiado anunciados.
Lo que Campanella consigue en los primeros minutos, ese mundo replegado en la mansión de la antigua estrella Mara Ordaz, en el tiempo que atesora el celuloide y en los recovecos del jardín preñado de alimañas, se pierde en la salida al exterior, en el quiebre del hechizo del encierro. Lo que en Martínez Suárez era opresivo y con la única vista al cementerio, aquí diluye progresivamente su efecto al representar a los imprevistos visitantes como ese universo plano de vidriadas imposturas que pierden irremediablemente su carga ominosa. En esa dinámica, la que mejor entiende a su villana de caricatura es la española Clara Lago, quien modela su artificial seducción en el mejor imaginario cinematográfico.
Y Graciela Borges consigue, como en sus últimos papeles en la gran pantalla, erigirse como el último ícono del cine argentino. Su Mara Ordaz solo puede ser ella y nadie más porque se nutre de la imperecedera emoción de quienes saben que pueden trascender el tiempo y vivir para siempre en la memoria.