Luisa trabaja en un taller haciendo figuras de arcilla y cuida al nene de una familia de clase media. El taller y el departamento son dos mundos diferentes, pero la protagonista pasa de uno a otro sin problemas, incluso puede oficiar de puente entre sus integrantes. Todo va bien hasta que una serie de accidentes la destierran del segundo: Felipe, el nene que tenía a su cargo, se intoxica y la familia corta toda comunicación con Luisa. El panorama resulta familiar: el contraste entre estratos sociales, la cámara que se inmiscuye en los espacios y sigue a los personajes de cerca, el realismo general; no podemos pensar más que en el cine de los Dardenne. Tememos lo peor: que los accidentes de Luisa la vuelvan una víctima sacrificial en el altar de un comentario acerca del despotismo de las clases acomodadas y de la desigualdad inherente al sistema. Las de los Dardenne son películas de tesis: los directores tienen una visión del mundo inconmovible que creen bastante más importante que el destino de los personajes; sobre ellos hay que descargar crueldades de todo tipo a los fines de vehiculizar la denuncia gruesa que caracteriza al cine social europeo. Tememos, entonces, pero todo es infundado. Más allá de la semejanza estilística, Mariano González entiende el cine de otra manera: la película no trata de encapsular las relaciones de sus personajes bajo una idea maniquea del mundo, sino de observar las posibilidades estéticas que abre la expulsión y deriva de Luisa.
Estamos, entonces, ante una película que se ubica en las antípodas de los directores belgas. El caso es que después de la secuencia de infortunios que ponen en peligro la vida de Felipe y le granjean a Luisa el odio de los padres, la protagonista se hunde: no sabe qué es del chico, no puede comunicarse con la familia, el novio no parece tomar dimensión del desastre que produjo involuntariamente. Empieza un drama sin estridencias conducido discretamente por Sofía Gala Castiglione, que comprende el cine como pocas actrices argentinas. Mariano González, que hace al novio, tiene un personaje igualmente extraordinario: trabaja en el taller y vende bicicletas, es callado, habla con pocas palabras y rodea a Luisa sin poder nunca entenderse con ella ni ganarse su perdón. La trama se convierte en un limbo: Luisa sabe cada vez menos de Felipe y deambula desgarrada de un lado al otro; Miguel, con sus gestos de cariño algo torpes, se vuelve un estorbo, alguien al que conviene tener lejos, como le explican el padre de Luisa y un amigo abogado justo antes de que suba al auto. Luisa es el centro de la película, pero de a poco Miguel crece y adquiere un espesor insospechado.
Los intentos de Luisa de contactarse con sus empleadores anteriores harían las delicias de directores como Ken Loach o Stéphane Brizé, pero González los resuelve evitando cualquier tipo de golpe bajo: el reencuentro de la protagonista con el guardia del edificio después del accidente no muestra la diferencia entre asalariados que pertenecen a espacios distintos, entre alienados y emancipados que luchan por salvarse a sí mismos, sino la extrañeza esperable ante la retoma del contacto. Una de las últimas escenas es extraordinaria: el padre de Felipe va a la casa de Miguel, donde vive Luisa, a pedirle que firme los papeles de su despido. Lo que otro director hubiera convertido en un pretendido estudio sobre la altanería de los acomodados y la resistencia de los humildes, González lo emplea para coronar el plan de la película: la visita está cargada de tensión, todos parecen incómodos, la frialdad del trámite contrasta con el disgusto y la culpa que experimentan los personajes. La rigidez de la conversación no viene a confirmar lugares comunes acerca de las diferencias entre clases sociales, sino a señalar la igualdad de sentimientos ante un hecho doloroso.
El cuidado de los otros confía sus escenas y sus personajes a las ambigüedades de lo real esperando encontrar algo más que un montón de estereotipos al servicio de un mensaje. El título incluso podría funcionar como una declaración de principios acerca del trato cruel que le dispensa a sus protagonistas eso que a veces se llama cine social. El cierre hasta se permite el escándalo de esbozar un final feliz.