La asfixia del primer plano
Mariano González hace de los primeros planos, de esos bien cerrados en la cara de Luisa (Sofía Gala), y de los planos medios y enteros de sus movimientos, el eje de su película. La cámara se mueve con ella y por ella. Y Gala se la banca, de nuevo, como en Alanis (2017). Acá cuidando a un nene que no es el suyo pero que de todos modos ante el primer conflicto queda partida como por un rayo, porque la sangre nunca importa. Ese conflicto marca a Luisa y a la película toda, que en su primera media hora podría ser un drama familiar denso escandinavo a la Thomas Vinterberg, pero que opta, para bien o mal, por un poco de luminosidad.
Luisa es niñera, y un accidente que involucra a su pareja Miguel (el propio González) deja al chico al que cuida internado; a partir de ese hecho y en clave naturalista pero con un montaje que no cede mucho tiempo para la contemplación, la película asfixia y suma capas de sentido al mismo tiempo que propone más preguntas que certezas. González presenta una película política pero libre, o al menos liberada tanto de los vicios de la qualité nacional como del modernismo por presupuesto bajo, el miserabilismo, o el corset del género. Se apoya, sobre todo, en un buen guión bien interpretado, no sólo por las actuaciones clave (incluso de los secundarios) sino por la tensión que logran transmitir tanto los planos cerrados como los buenos movimientos de cámara, en definitiva, la puesta en escena: trama, técnica y sentido.