Nuevas estrellas de la joven guardia norteamericana
Una versión de la historia infanto-juvenil de Lois Lowry realizó esta vez Phillip Noyce en El dador de recuerdos, su última película. No es la primera vez que el director australiano adapta una obra literaria exitosa. Su carrera alcanzó cierta notoriedad cuando llevó al cine al ex agente de la CIA Jack Ryan, protagonista de las novelas de espionaje de Tom Clancy. O hace algunos años cuando filmó El Americano Impasible, de Graham Green. Su vocación por la adaptación cinematográfica de tanques de venta literarios corre en paralelo con su ostensible voluntad de permanecer siempre fiel al texto que lo antecede. Y así lo que podría resultar la creación personal de una determinada lectura acaba siendo la ejecución mecánica de una transcripción. Una dificultad esencial y nunca del todo resuelta que persigue el quehacer cada vez más profuso de adaptaciones, pero que concierne sobre todo a una problemática todavía mayor, tal vez insoluble: la relación entre el cine y la literatura.
El dador de recuerdos (Thegiver,2014) presenta la historia de Jonás, un joven que vive en una sociedad definida por la igualdad y la ausencia de conflictos, pero consolidada a partir del diseño de un sistema implacable de reglamentación social y control científico, y que tiene como principio fundacional la prohibición de la memoria. Del reparto de tareas que deben cumplir los adolescentes luego de su período de formación, a Jonás le toca encargarse de preservar en soledad el conjunto de los recuerdos de la comunidad. El descubrimiento del pasado, la revelación de su secreto –la existencia del amor y de su contraparte, el dolor-, provocará en el protagonista la necesidad de desmantelar el funcionamiento del sistema y de alcanzar su libertad y la de sus queridos.
La historia pertenece a un género particular –ficción especulativa distópica- y está dirigida a un público preciso –adolescente-. Es la representación de una sociedad administrada por un grupo de notables que, bajo la promesa de garantizar la armonía absoluta, configura una existencia gris y opresiva (léase:Un mundo feliz, de Aldous Huxley; 1984, de George Orwell). A través de un despliegue dinámico pero superficial de efectos especiales, el film de Noyce no hace sino subrayar pedagógicamente desde el primer fotograma hasta el último el mensaje piadoso que sobrevuela con insistencia la novela de Lowry. La fuerza del amor, lo sabemos, vence cualquier mal.
El dador de recuerdos pareciera cumplir entonces con la exigencia anecdótica de un trámite institucional, porque se limita únicamente a decir lo que tiene para decir y en ningún momento se propone contar una historia. Una película sin sustancia ni desarrollo ni riesgos, que termina por convertir un posible relato en el espectáculo pueril de las nuevas estrellas que componen la joven guardia norteamericana.