Infima pero con Bridges
Se podría acusar rápidamente a El dador de recuerdos de ser un subproducto de la estela comercial que está dejando Los juegos del hambre y la maquinaria de cine para adolescentes, y de algún modo es así, aunque deberíamos concederle que la novela que le da origen ya cuenta con más de veinte años de existencia. De todas maneras, lo que tiene para contar es también una derivación aguada de algún argumento que George Orwell desechó.
Al igual que sus hermanas y primas (Los juegos del hambre y Divergente, respectivamente), El dador de recuerdos nos muestra cómo la civilización ha devenido en comunidades pequeñas súper-controladas, cuyos miembros viven bajo la opresión del gobierno, la aceptan mansamente aludiendo a un pasado catastrófico antes de ese orden. La organización social es simple y de considerable arbitrariedad, basada en unas jerarquías indiscutibles. Agreguémosle a este fascismo con la estética de Apple unos poderosos inhibidores de emociones y recuerdos, que es de lo que viene a hablarnos la película de Philip Noyce (Sliver, El coleccionista de huesos, Agente Salt entre otras). Porque bueno, el prejuicio en el que está basada la sociedad de El dador de recuerdos es que el ser humano suele ser malo e imbécil por culpa de las emociones y los recuerdos traumáticos. Por lo tanto, sólo unos pocos privilegiados atesorarán la sabiduría de la humanidad para utilizarla cuando sea necesario.
Lo que salva a El dador de recuerdos es el espacio que le da a la especulación, llevado adelante por el personaje del monumental Jeff Bridges (el dador en cuestión), quien además es productor del film y actúa grandiosamente. Con un presupuesto corto, las secuencias de acción escasean, y Noyce se regodea en hacer hablar al dador con el protagonista Jonas (un correcto Brenton Thwaites), que viene a ser el receptor de esos recuerdos tan mencionados. Claro que aquí se hace filosofía barata y las conclusiones son demasiado obvias, pero se le puede rescatar a este pequeño film la capacidad de entretener y reflexionar (mínimamente, repito) a partir de diálogos y discusiones bien ejecutados. No hay desperdicio al ver a Bridges transmitir su sabiduría con palabras. Y luego, el problema es lo poco que se profundiza, lo mucho que se subraya y la necesidad de un mensaje digerido para adolescentes. Por suerte el protagonista llega a la reveladora conclusión de que mentir y matar sistemáticamente como política de Estado está mal. El dador de recuerdos se inscribe en aquella tradición de la ciencia ficción que pretende especular qué sucedería si se rompieran ciertos límites éticos como la eugenesia o la eutanasia, o transmitir partidos con hinchada visitante. Por supuesto que es parte de la segunda división de ese tipo de ciencia ficción y nos hace sospechar que este mundo necesita de más Bradburys.
Por último, queda para decir que si juntamos Tron: el legado, RIPD y El dador de recuerdos ya podemos estar hablando de un subgénero que se podría llamar algo así como “películas intrascendentes con un Jeff Bridges viejo que da cátedra”.