El comercial del amor
El dador de recuerdos es una película cuyas imágenes están diseñadas casi por completo de manera digital y, con su guion, parece un comercial de Benetton auspiciado por Unicef.
En el prólogo de El dador de recuerdos, la nueva película de Phillip Noyce, adaptación pop de la novela The Giver, de Lois Lowry, una voz en off introduce una sensibilidad de época. El personaje cuenta el orden de un mundo y sus miedos. Como sucede en Divergente, los jóvenes tienen, tras un breve estudio de sus aptitudes, un lugar asignado en el orden social al que pertenecen. A diferencia de sus amigos, Jonas tiene dudas sobre su destino, y en principio desconoce qué es lo quiere. Su indeterminación vocacional en realidad responde a una peculiar forma de ver las cosas. Él no es como la mayoría.
En esta introducción no solamente se busca comunicar las coordenadas simbólicas de este sistema totalitario light en el que se han eliminado el dolor personal y los conflictos sociales, sino que también se materializa visualmente un territorio. Los ciudadanos de este mundo feliz habitan en una planicie flotante en las nubes, una suerte de planeta privado cuyo urbanismo es el característico de un country. El tiempo histórico es desconocido, no menos abstracto que el espacio habitado.
Esta sociedad, como la mayoría de las sociedades, se sostiene en un mito fundacional, o reprime algún elemento clave que explicaría su constitución. La madre superiora (Meryl Streep), que regula las disidencias y dictamina la función social de los jóvenes, administra la verdad y la historia comunitaria, pero aun así alguien debe resguardar el pasado colectivo. He aquí el lugar del sabio de esta tribu futurista (el gran Jeff Bridges), que conoce lo que está detrás del mito y tiene la responsabilidad de transmitir a un nuevo dador los recuerdos de una Humanidad que ha dejado de existir. Jonas será el elegido, y no será fácil: por un lado, el saber revelará al rebelde; por el otro, este saber implicará transitar el dolor, aunque lo más importante pasará por descubrir la fuerza del amor, un sentimiento destituido debido a su carácter impredecible.
Este filme de Noyce, como la mayoría de este tipo de filmes, es posfotográfico; prácticamente todo lo que vemos es diseño digital, excepto por los cuerpos de los intérpretes. De ahí que el peso de los diálogos sea inevitable, y aunque aquí se insista en la “precisión del lenguaje”, el ingenio discursivo es mínimo. De lo que se trata aquí es de ilustrar una difusa espiritualidad en donde el amor es el valor supremo, lo que conlleva un montaje rápido y publicitario saturado en colores de todas las imágenes que expresen ese lugar común de la Humanidad, no muy lejos de un comercial de Benetton auspiciado por Unicef.
El problema no está en las ideas, sino en cómo filmar una idea o una cosmovisión. En este sentido, El dador de recuerdos importa en la medida en que su existencia lleva a preguntarse en qué se ha convertido el cine en esta era posfotográfica, incluso cuando se trata de un comercial sobre el amor de una hora y media, en el que la ilustración de un valor es un imperativo categórico.