Uno de los dilemas que recorre la historia del cine del terror es el núcleo del argumento de El demonio quiere a tu hijo. ¿Las experiencias que viven los personajes son psicológicos o sobrenaturales? ¿Provienen de alucinaciones o de entidades metafísicas? Hay obras maestras del género que se giran sobre ese eje, desde El bebé de Rosemary hasta Sexto sentido.
El primer largometraje de Brandon Christiansen está lejos de esos títulos clásicos, aunque tal vez sea más fiel a la potencia del dilema de lo que fueron Roman Polansky y M. Night Shymalan en sus respectivas ficciones. Y es que, por lo general, los guiones tienden a inclinarse hacia un lado o hacia el otro, con un final que invierte lo que sugirieron a lo largo de toda la narración.
Si bien El demonio quiere a tu hijo utiliza la misma fórmula y repite mecanismos ya probados, siempre se mueve por la línea de mayor ambigüedad y prefiere dejar abierto el signo de interrogación antes que cerrarlo con una respuesta concreta. Esa apuesta y un manejo muy eficaz de la cámara son las máximas virtudes de la película.
Mary acaba de tener gemelos: uno nació vivo y el otro muerto. La felicidad y el duelo son visibles en el cuarto de los niños, donde todavía está la cunita del difunto. Se supone que tanto la presencia del bebé sobreviviente como el amor de su marido y la buena situación económica que tienen deberían bastar para que ella supere el episodio traumático.
Pero a través de una serie de indicios cada vez más inquietantes, se verá que la vulnerabilidad de la protagonista crece y que por momentos ni siquiera ella misma está segura de la verdadera naturaleza de lo que sucede en su casa. La actriz Christie Burke, que encarna a Mary, demuestra una enorme versatilidad para pasar de manifestaciones de ternura maternal a gestos de mujer trastornada.
Su cara y su cuerpo son el complemento ideal de la historia bien planteada y bien filmada que propone, sin demasiada estridencia y casi sin golpes bajos, El demonio quiere a tu hijo.