Con frecuencia, la maternidad no deviene en ese estado de gracia que la mitología popular le adjudica. Y el puerperio, mucho menos. Qué decir, entonces, de lo que le toca atravesar a Mary: a la fragilidad emocional de haber parido, se le suma que uno de los mellizos que esperaba nació muerto. La depresión post parto le queda a la vuelta de la esquina.
Y en ese diagnóstico que efectivamente le hace un psiquiatra se apoya la película para hacernos dudar de si lo que esta mujer ve es real o producto de su mente dañada: aunque su marido no lo cree, parece haber una entidad que quiere arrebatarle a su bebé. Las imágenes de circuito cerrado funcionaron en la primera Actividad paranormal, y Alex de la Iglesia nos dio escalofríos en La habitación del hijo gracias a los sonidos y las imágenes extrañas de un baby call. Pero estos recursos ya están gastados por el uso. O no son utilizados con eficacia por este director debutante llamado Brandon Christensen.
Tampoco falta otro clásico: la misteriosa sobreviviente de un caso igualito ocurrido en el pasado y que puede ser la clave para desentrañar lo que está sucediendo. Y la Rosemary de Polanski, que acaba de cumplir 50 años, sigue siendo una referencia: como ella, esta Mary es un ama de casa de clase alta muy sola y con mucho tiempo libre. Pero aquí el jugueteo entre imaginación y realidad entra en un espiral de demencia grotesco, que termina rozando el ridículo.