Hay un territorio donde el cine de terror puede entregarse por completo a la impresión y al susto de una manera muy sencilla. Allí se puede ser muy efectivo si es que la propuesta se limita a cargar de una constante tensión al espectador. Se trata de una zona donde siempre se está al borde del golpe bajo, y consiste en poner niños pequeños (o bebés, como en este caso) en un visible peligro de muerte. Es una herramienta, aunque muy cercana al comodín.
De esto se nutre casi todo lo que vemos en esta película, que juega con la tragedia de una madre de mellizos al nacer muerto uno de ellos. Mary intenta reacomodar su vida cuando comienzan a aparecer indicios de una presencia diabólica, que amenaza con quitarle el otro bebé, llamado Adam.
La arbitrariedad de los nombres bíblicos no llega a ser suficiente para hacer crecer una trama que oscila constantemente entre la presencia fantástica y una simple mirada de loca. Quizás allí resida el principal problema de El demonio quiere a tu hijo, en la carencia de decisión. ¿Asistimos a las visiones paranoicas de un personaje con la mirada y la psicología distorsionadas? ¿O acaso todo el discurso científico está para tapar una genuina amenaza diabólica? El psicólogo interpretado por un desaprovechado Michael Ironside (Scanners, Visiting Hours) adjudica el conflicto a un trauma post-parto, como si lo tomara de un manual. La evidencia llega, entonces debemos acatar esa versión. Sin embargo, ante cada aparición fantasmal, el verosímil del film se va quebrando, como si no existiera voluntad de hacer un relato consistente. Como si nos dijera: al final era esto, pero también podría ser esto otro…
El universo que se arma, en un principio, es claro. La pareja acaba de mudarse a una zona suburbana residencial acomodada. El marido está intentando conseguir un nuevo ascenso, y la vida que los espera es la de un estándar de conformismo burgués similar al que se aprecia en el personaje de la vecina, una típica ama de casa desesperada. Dado este contexto y las ausencias del marido, la película tiene todas las herramientas para jugar en un territorio polémico: la exploración de los terrores en la familia burguesa con respecto al lugar del “hogar”. William Friedkin lo hizo magistralmente en The Guardian (1990), donde una pareja de yuppies debía enfrentarse a una niñera realmente diabólica. Pero El demonio quiere a tu hijo parece no animarse a entrar en ese territorio, haciendo de su espacio un mero contexto para el desarrollo de la acción. Aunque se trate de una traducción no literal, tal vez el título termine resultando acorde, pues expresa con claridad el único objetivo del film.
Así entonces es como se desarrolla el repertorio de situaciones con el bebé en peligro: estar a punto de ser ahogado en una bañera, ser amenazado con un cuchillo sin cortes de montaje, etc. Ese tipo de tensión es inevitable y es lo que se come toda la película, llegando a extremos completamente innecesarios, como la aparición fantasmal de un bebé despedazado en un charco de sangre. Es una toma que dura apenas un breve segundo, lo suficiente para causar repulsión y evidenciar la falta de límites en la representación.