Resultaría imposible referirnos tanto a esta película como a su antecesora sin revelar detalles de sus resoluciones o vueltas en los argumentos, por lo que todo lector que pondere al factor sorpresa en el cine debería dejar de leer, ver la película, y si lo desea puede luego regresar a esta nota. De todas maneras, nunca podremos explicar por qué existen lectores de críticas de películas que no vieron, eso seguirá siendo un misterio. En todo giro argumental se juega siempre una tensión entre puntos de vista. Nos dan datos que completan un mapa de saberes, es decir, llegamos a un punto de la película donde se nos revela una información acerca de algo que efectivamente ocurría pero que no veíamos porque estábamos emplazados en un punto de vista distinto. En las películas de Orphan, tanto la primera de Jaume Collet-Serra como en esta precuela de William Brent Bell, todas estas perspectivas están ancladas en el personaje de Esther, en lo que sepamos o no de ella, en nuestra distancia para con sus acciones y hasta en nuestra posible identificación, pero a su vez, en estos casos en particular, no deja de ser importante la figura de la actriz Isabelle Fuhrman, que moldea su cuerpo acorde a cada necesidad. Entramos a Orphan: First Kill ya conociendo el final de Orphan: Esther es en realidad una mujer mayor de treinta años, malvada y manipuladora en un disfraz de niña. Es una resolución algo descabellada pero que va acorde a mucho de lo que se ve anteriormente. Además Fuhrman, adolescente en aquel entonces, debió acatar esta resolución poniéndose en los zapatos de una mujer mucho mayor. Tiene sentido que suceda más de una década después que la misma Furhman, realmente adulta, nos haga partícipes de la customización perversa que hace su personaje. Durante la primera mitad compartimos todo con Esther, sus planes y decisiones. El revés que produce la película de Bell con respecto a la anterior termina siendo totalmente consistente, no solamente se adapta a una nueva construcción del sistema de expectativas alrededor del cuerpo de Fuhrman, sino que también entiende que habrá, inevitablemente, una parte del espectador que buscará identificación con esta villana devenida en protagonista. Algo similar sucede con Don’t Breathe 2 y el villano interpretado por Stephen Lang. Nos resulta fácil ir de la mano de Esther en esta nueva entrega y tal vez se deba a uno de los logros del film de Collet-Serra. Las víctimas de Esther no son necesariamente inocentes, ellas también cargan con sus propios fantasmas, siendo parte de una caracterización deliberadamente burguesa y en un modelo de familia visualmente pleno pero propenso a ser quebrado. Pero la propuesta de Bell podrá permitirse ser más incisiva. Ya no se trata de una madre que tendrá que reconciliarse con una falla anterior (y para eso hasta matar simbólicamente a su hija perdida), sino de una madre que tomará las riendas de cada problema convirtiéndose en una verdadera asesina. Podemos entonces hacer una suerte de balance moral y Esther dejaría de ser, a mitad del metraje, el personaje más malvado. Como problema planteado, el de First Kill es más grueso en sus trazos y propenso al desastre. Estéticamente es una película más sucia y sin miedo al ridículo, donde todo parece conducir a ese incendio, fatal para todos pero conveniente para Esther, totalmente oscuro. La película de Collet-Serra, por el contrario, era noble con la madre en esa suerte de melodrama que hay en toda buena película de terror: terminaba siendo una tragedia y con un final que hasta podríamos juzgar luminoso. La diferencia está en la mirada que ordena todo y aquí se da porque el film de Bell se mete en el territorio de las películas “de origen”, que siempre es más fácil de recorrer. En ellas lo maligno surge en sus conclusiones, no es algo con lo que necesariamente se lidia, sino más bien la antesala de futuros conflictos, y el camino lleva hacia la caracterización de aquel que será villano. Son la historia de su ascenso, sin lugar para las redenciones. Hay bien y hay mal, firmemente delineados. De ahí probablemente surja la permanente sensación de estar viendo una película clase B, cerca de una trama de Ruggero Deodato, con grupos de burgueses despiadados ejecutando los peores actos y siendo entes de pura crueldad. Aún con estas comodidades, First Kill funciona, y Esther se completa como personaje siendo ella misma un símbolo: es la imagen de una niña inocente que viene a rellenar el hueco de dolor de una familia, pero trayendo consigo al lado oscuro de esa restitución, mostrando detrás la cara más vil de las tensiones intrafamiliares y sus deseos prohibidos. William Brent Bell había logrado ya con The Boy (2016) una variante de esta misma idea, con otra madre y sus pérdidas, aquella vez depositando todo en un muñeco. Las buenas películas de terror siguen siendo las que no pierden el hilo de sus personajes y su propio dolor, aún teniendo los adornos más desagradables o los giros argumentales más descabellados. En el caso de Esther, lo difícil también está en conectar con el suyo propio, cuando acompañamos a esta extraña mujer, con cuerpo de niña, haciendo todo lo posible para dormir con su supuesto padre. El cine de terror también cuenta eso.
Siempre me pareció que la película de Goulding de 1947 era un caso particular en el noir por mantenerse en un borde difuso entre lo realista y lo fantástico, tratándose de un relato de intrigas efectivamente posibles pero aludiendo a cuestiones imposibles de medir. Recordemos la famosa línea del final: “caer tan bajo por haber apuntado tan alto”, que expresa distancias pero desde el símbolo. Evidentemente se trataba de una película oscura, llena de dudas sobre las ilusiones y que nos exponía a ver a un galán como Tyrone Power en un estado de completa miseria. Quienes hayan visto ambas versiones habrán notado que una de las diferencias que propone Del Toro está en el final, que parece intentar reforzar la condena de su personaje, impidiéndonos tener el pequeño instante del encuentro entre la pareja, algo que en Goulding abría un mínimo agujero de luz indispensable para soportar el infierno. Esto no es lo único que separa a estas dos maneras tajantemente distintas de encarar una historia, pero es donde termina de decantar la mirada. No se trata de defender a toda costa la originalidad de un film realizado hace 75 años, ni de negar desde un culto vacío todo tipo de revisión o reinterpretación (o incluso ampliación). Pero vale cuestionar que los intentos del director de La forma del agua terminen inclinándose a todo lo contrario, siendo parte de un cine que exhibe constantemente una retrospectiva estética y romántica de ciertos modos, colores y hasta la organicidad interna de una etapa anterior, puesta gratuitamente en un pedestal de gloria. Contra un cine capaz de desplegar la pesadilla de su héroe en ese marco de indeterminación -que acepta la irrupción del fantástico, a modo de condena divina, en una historia de ilusionistas circenses-, se responde con un cine tan ordenado y prolijo que la indeterminación pasa más por las sensaciones contradictorias entre el asco y la admiración del detallismo. Del Toro muestra ya desde el principio, paradójicamente sin límites, la imagen del límite: el así llamado “salvaje” devora a una gallina a centímetros de la cámara, permitiéndonos apreciar el detalle de la mordida, la salpicadura de sangre, para completar el espectáculo con la cabeza arrancada. Como espectadores compartimos ese acto de horror desnudo con el público de la feria, sin la oportunidad de trascenderlos, tal vez nosotros condenados, al igual que el protagonista, a convertirnos en salvajes por una especie de morbo irremediable. ¿Qué podemos responder a eso? Simple, nosotros no nacimos para eso. El que manifiesta haber nacido para ello es aquel que desde la perspectiva de Goulding corría a lo lejos dando alaridos, con una comunidad feriante desesperada por atraparlo y una cámara distante, acercándose temerosa, dándonos la oportunidad de imaginar lo peor. La diferencia entre Goulding y Del Toro está en si nos concederán acaso, en un acto de bondad o nobleza, la esperanza de salir. En este cuidadoso diseño de puesta, dedicado a trazar a pleno detalle el camino de caída de Stanton, la descripción es clave, y toda descripción meticulosa es propensa a perder la magia, esa parte del film que hace valer la traducción de su título. Ningún alma puede ser perdida en términos tan explícitos como el detalle de una oreja perfectamente atravesada por una bala, colgando de la cara de una persona, como en una de sus escenas. Esto es aplicable también a la trama de ambas películas. En medio del conflicto, tenemos al oficio de los feriantes, que juegan con el engaño, pero mezclándose poco a poco con el psicoanálisis, donde las pasiones humanas y las debilidades aspiran a ser ciencia. Ese dilema de cualidades casi frankensteinianas es lo que ordena todo y refiere a algo ya visible en la aspiración de Stanton. El dominio completo de aquel engaño, facilitado por las herramientas de quien obtiene voluntariamente y a cambio de dinero las más oscuras pasiones, lo pone en un lugar diabólico. Del Toro, que tal vez duda de todo aquello que se escape de los bordes de su encuadre, incluye para esto una escena completamente ridícula. Dos de las víctimas de Stanton, engañadas en sesiones espiritistas que invocan a sus seres queridos fallecidos, terminan suicidándose. Del Toro parece necesitar que el conflicto tenga concretas víctimas materiales, cuantificables, capaces de explicar y dar razones a lo que ya es evidente desde el espíritu. Esto que parece apenas un detalle termina siendo lo que manda, en un universo millonario en imágenes de lo trágico, pero pobre de sus fundamentos. Al final del día se vuelve hasta curioso como una película de tanta economía estética como la de Goulding pueda sentirse tanto más pesadillesca que otra que busca desesperadamente la mímesis completa de sus imágenes de horror, y que incluso nos mantiene presos de una condena al salvajismo. Posiblemente la respuesta esté en la naturaleza de las pesadillas, de las que siempre podemos despertar, aunque estemos sudados y con el corazón palpitando. Ese despertar atenúa al espectáculo desnudo y nos devuelve a esa vida que nos pertenece y que creemos poder medir, pero volvemos transformados. Sabemos que no somos bestias, estamos felices de que no lo somos, pero no olvidamos que podríamos serlo.
La segunda entrega de A Quiet Place empieza con un flashback. Estamos en el “día 1”, minutos antes de la catástrofe, y la familia Abbott disfruta de la tarde en el pueblo, asistiendo al partido de béisbol de uno de sus hijos. La secuencia viene a recordarnos el elemento fundamental de este universo, que es el funcionamiento de la familia. Si algo nos queda resonando en la memoria va a ser esto, porque ambos films giran en torno a este núcleo. La familia Abbott está muy lejos de ser uno de esos grupos, ahora tan comunes, de personajes sobreviviendo al Apocalipsis desde un sentimiento individualista de supervivencia. Por el contrario, de su unidad depende el futuro de la humanidad y se vuelve esencial poder acceder a su carácter conjunto. Así lo vamos a poder encontrar en esta escena, de cuando todos aún vivían. El partido es un juego, tiene sus reglas y sus señas, pero la familia tiene acá sus otros propios códigos. Marcus, desde el partido, está nervioso, inseguro de si podrá batear bien, y allí es cuando el juego se expande, incorporando a un juego segundo. Evelyn, su madre, puede también participar, tranquilizando a su hijo desde el público porque como ya sabemos, los Abbott, en algún momento de su vida tuvieron que, todos juntos, aprender lenguaje de señas, ese es su primer factor de unión: encontrar maneras de sobrellevar la discapacidad de Regan, su hija mayor, y continuar viviendo. Aún cuando no es estrictamente necesario, aunque se trate del padre llegando tarde al partido y su esposa señalándole el reloj con el dedo, el lenguaje de señas es una constante, insistentemente marcada desde la puesta. No es gratuito, hay algo que los hace especiales, y en esto, que es cine, no pasa tanto por los gestos en sí, sino por lo que implica ese silencio: la mirada. Más adelante, Regan será la que le explique a Emmett, que antes había sido su vecino, de qué se trata todo. “Enunciá”, le indica, si querés ser entendido. Porque el que “escucha” va a tener que poder mirar a quien “hable”, y el que “hable” tal vez pueda ser preciso con su modulación o con las señas que intente sacar de la galera, pero lo que va a necesitar, desde su postura y forma de moverse, es poder expresarse, como si se tratara de una cuestión de emociones. Para los Abbott enunciar es hacerse parte de lo dicho, es expresar el tono, la declamación, el pedido, el miedo o el amor. En las señas queda lo que ya no pueden gritar. En un mundo cuyo destino peligra por las bestias que han llegado, la humanidad pierde una de sus formas de comunicación, pero la forma que queda necesita ser una vuelta a lo primitivo, o mejor dicho, al origen. Tal vez por esto le quede tan bien a esta familia transitar el posible fin del mundo. Al ser ellos nuestra única esperanza en el despliegue de la humanidad pasan a ser el grupo ejemplar, el clásico, y todas su tensiones y conflictos adquieren la posibilidad de volverse mitológicos, como ya vimos en la primera entrega en dos de sus más logradas secuencias: el nacimiento del nuevo niño (con una simbología en los fuegos artificiales, tanto como herramienta de distracción como festejo glorioso), y el sacrificio del padre, haciendo de su grito la “enunciación” del amor que siente por su hija. La segunda entrega continúa y completa lo construido en la primera. Evidentemente hay un legado del padre, que toma forma principalmente en los actos de Regan, y en Emmett hay una suerte de doble negativo. Es otro padre, pero uno que no hizo lo suficiente para salvar a su familia. Tal vez no alcanzó, o no fue lo suficientemente bueno, pero esa es su herida. Así como el niño que moría trágicamente al principio de la primera película abría una ventana para el niño por venir, en Emmet hay una fuerza paterna que necesita reconducirse. El suyo pasa a ser un camino que tiene como horizonte a Lee Abbott. Es cierto que la película contiene una repetición estructural de la precedente. Pero eso no es ninguna falencia si se sabe conducir. Es más bien lo contrario, y en este caso la repetición formal da cuenta de una ampliación: ambas películas cuentan con una serie de tres secuencias donde todo peligra y vemos a los personajes funcionar en paralelo, puestos a prueba, pero si antes terminábamos con el audífono conectado al equipo de la casa, ahora terminamos con el audífono conectado a una estación de radio. Es apenas un McGuffin, pero la familia Abbott avanza, va reparando heridas y conquistando territorios. Lo que se despliega lentamente y paso a paso es la voluntad de vivir que los Abbott vienen a instalar. No hay que olvidar que aunque en la condición trágica se acepta lo perdido, también se reconoce la fuerza que existe detrás, porque la tragedia no termina en la fatalidad. El punto de regreso al origen es claro: tal vez si cortamos la desesperación y hacemos silencio empecemos a mirar, y tal vez si miramos encontremos la posibilidad de movernos. Eso sí, tal vez implique llevar las cosas hasta el final, porque al final del día, ¿se puede salvar al mundo sin entregarse?
Peninsula comienza con una escena que parece marcar el camino que el film va a seguir, y se trata de una toma de decisión: la familia que trata de llegar en auto al barco de refugiados es interceptada en el camino por otra que pide ayuda desesperada. El protagonista, Jung-seok, soldado responsable del arreglo que les dio un lugar a él y a sus parientes en el barco, se niega incluso a tomar a la niña más pequeña. Más adelante, como si se tratara de un precio a pagar, los pasajeros del barco se infectan y se ve obligado a abandonar a todos. El panorama es oscuro, porque a diferencia de Train to Busan, donde el padre de la niña muere en un acto de sacrificio, Peninsula nos hace acompañar a un sobreviviente que fue incapaz de lograr ningún tipo de entrega. Corea ya no es un país sino simplemente una península librada a su autodestrucción, en un intento de acercarse al universo de Escape de Nueva York con la ciudad devenida en prisión. Entrar a la península en una misión de saqueo de dinero parece el motivo perfecto para recorrer el territorio en el que quedaron los sobrevivientes olvidados. Ellos mismos también fueron coptados por el nihilismo, a punto tal que arman una sociedad dictatorial y hacen de la epidemia un entretenimiento de deportes barbáricos. Pero a su vez nos introducen a Min-jung y a la pequeña niña, ajenas a todo apetito por el mal y haciendo uso de los mismos restos de esa Corea destruida para poder sobrevivir como familia. La niña fabrica sus propios autos a control remoto (tal vez una versión reducida de las persecuciones al estilo Mad Max que la película intenta emular) como elemento de distracción para las salvajes criaturas. Cuando los bandos están claros, lo que también se evidencia es la necesidad hacer convivir todos esos posibles lugares y disparadores en una sola película. Cada uno de los elementos comienza a funcionar más como un marco de acción, apenas un escenario, donde los personajes van cumpliendo con su necesaria transformación. Por supuesto que Jung-seok tendrá que arriesgar su vida por alguien, entre otros juegos de reversos narrativos que la película va a armar. Mientras tanto, las referencias estilísticas a las películas fantásticas que mencionamos se encargan de mantenernos en un constante trabajo de detección. No es una actitud necesariamente nostálgica, pero sí perezosa a la hora de trabajar con los recursos narrativos, como si los universos de Escape de Nueva York o Mad Max se vieran reducidos a apenas un tono o ritmo. Así la película también busca ponerse a la altura de la anterior, pero recordemos que Train to Busan es más conocida por la intensidad dramática del vínculo padre-hija que por la naturaleza del conflicto con los zombies. Peninsula intenta multiplicar esa presencia dramática, como si se jactara de aquella, en intento de repetición declarado. ¿Hay algo más previsible que el torrente de lágrimas de la niña en una de las escenas del final? El encuadre que busca atrapar la lágrima y el llanto termina mostrando más al lamento de un director tratando de repetir aquello que una vez le funcionó, sólo que ahora esta multiplicado, y son 3 las mujeres que lloran en simultáneo la muerte de un personaje. Yeon Sang-ho, en la que es su tercera entrega en este universo de zombies infectados en Corea del Sur, parece haber decidido quedarse en la península, tratando de ver qué se puede armar con los restos de sus películas anteriores. Pero su supervivencia pende en realidad de hilos, y en este caso, seguramente también dependa de que confiemos en la señora amable de las Naciones Unidas diciéndonos, en inglés, que va a estar todo bien.
2019 fue el año de las segundas películas para una serie de directores que resonaron fuerte en el ambiente del cine de terror. Con ellos se empezó a dibujar una nueva categoría, sobre la que se ha escrito y discutido bastante. Hablamos del terror fino, o al menos así lo llamamos los que tendemos a oponernos. Pudimos ver las segundas películas de Jordan Peele (Us), Jennifer Kent (The Nightingale), Ari Aster (Midsommar), David Robert Michell (Under the Silver Lake) y Robert Eggers (The Lighthouse). Ante cada revuelo que sus películas armaron en el universo del terror, la aparición de las segundas es una oportunidad para ampliar la perspectiva crítica. Pensar brevemente al término pero con frialdad nos permitiría decir que son películas que buscan privilegiar ciertos componentes tanto estéticos como ideológicos en los universos armados. Un cine que, al igual que otro perteneciente al mundo de los festivales, se define más por elementos y formas que rodean a la película, que por la organicidad de su relato. También es notable que hay una diferencia en las jerarquías, con esto nos referimos al peso que impone lo estético por sobre lo narrativo. Aunque no debería tratarse de una categorización tan dura ya que desde cualquier sistema de producción es posible hacer obras de todo tipo, y aún la película más aparentemente inscripta en una categoría puede, a través del uso de la puesta en escena, invertir o incluso enfrentar mucho de lo que su superficie sugiere. Pero podemos decir que películas como The Witch (Eggers, 2015) se sostuvieron en parte por una referencialidad pictórica y una afinidad al cine de Ingmar Bergman, que It Follows (David Robert Mitchell, 2014) intentaba seguir a ciertos encuadres y movimientos de cámara de John Carpenter, sumado a puntuaciones nostálgicas típicas de esta década, o que Hereditary (Ari Aster, 2018) elegía encuadrar las apariciones fantasmales a la manera de Stanley Kubrick, todo esto de una manera que vuelve ostensible la decisión específica de puesta, como si otorgara lugar a una instancia de contemplación del acto estético determinado. El terror fino parece haber adquirido más relevancia primero en círculos externos al universo del género terror, ya que la presencia imponente de lo temático y lo estético como lugar privilegiado en sus jerarquías llama más la atención de un público y una crítica más cercana a la intelectualidad. Dicho de otro modo, una manera puramente racional de acercarse al fenómeno cinematográfico que, a los ojos de gran parte de los consumidores de cine de género, se presenta como una apreciación inversa al entendimiento del cine como experiencia vital o de construcción de sentido. Así es como el terror fino se empieza a imponer desde lógicas de canonización, donde los factores de mayor importancia pasan a ser la presencia de elementos formales específicos del autor y la presencia de temáticas explicitadas como reflexiones, culturales, políticas, etc. En The Witch se seguía el proceso de cómo una joven mujer, una adolescente, termina convirtiéndose efectivamente en bruja tras ser constantemente tratada como tal por el esquema social patriarcal al que pertenece. El film de Eggers armaba una serie de causas y consecuencias sociológicas, a punto tal que la caída en la brujería no parece ser el elemento temido, sino más bien uno directamente funcional al tema expresado como mensaje sociológico. El final de The Witch se termina presentando como el peor escenario posible dentro del esquema de posibilidades para los personajes, uno en el que el conflicto en cuestión no busca ser resuelto de determinada manera, sino que es su desarrollo lo que expone una tesis, una idea preconcebida y terminada por su realizador cuya funcionalidad esencial es la de traducir en imágenes a un concepto. Algo similar ocurre en The Lighthouse, lo que nos lleva a poder confirmar que tanto Eggers como varios de los mencionados comparten una tendencia a la preconcepción de las cosas. No es la película la que hace transcurrir el desarrollo productivo de cierto tema. La película pasa a ser la consecuencia estética de la idea anterior. En este caso nos encontramos nuevamente con el universo lumínico del cine de Bergman, que rememora la experiencia estética de películas como Detrás de un vidrio oscuro (1961) o La hora del lobo (1968), algunos de los momentos en donde el canonizado realizador sueco se acercó a lo onírico. Tanto ese aspecto fotográfico como la lógica del espacio cerrado con dos personajes son el marco fundamental sobre el que se va a construir el film, también apoyado (aparentemente) por la evidente simbología que todo faro implica. Robert Pattinson y Willem Dafoe encarnan a estos dos personajes que se verán obligados a compartir un mes manteniendo activo a un faro en una pequeña isla cerca de Nueva Inglaterra. El universo busca nutrirse de referencias literarias con alguna que otra cita a Melville o apelando a alegorías de sirenas encarnadas en una estatuilla (no olvidemos que Ari Aster también eligió en Hereditary tener su símbolo diseñado a escala pequeña dentro de la diégesis al incluir las maquetas de la casa). El propio faro aparece figurado en su versión pequeña en una lámpara que los personajes usan durante la noche. Entre los dos parece dibujarse una tensión que se plantea como espejo de otra que está fuera de campo, el vínculo de personaje de Pattinson con su padre, del que no sabemos nada, pero concebimos su existencia por la alusión. En aquella instancia somos incapaces de atravesar la relación, pero la conocemos de nombre, la racionalizamos, al pedírsenos indagar en un posible catálogo mental de relaciones tormentosas típicas de la cultura occidental. Tal vez ese sea el apoyo con el que el film cuenta para que le encontremos verosimilitud a los conflictos de encierro entre Dafoe y Pattinson, que se vuelve cada vez más paranoico para terminarse desviando de la realidad. El resto del film, al igual que las peripecias de aquella otra joven de Nueva Inglaterra, consiste en un proceso, pero ahora es uno de descomposición. Si lo femenino en The Witch funcionaba como el centro de todas las acusaciones, en The Lighthouse parece que lo masculino entra en un círculo de simbiosis viciosa para terminar en la muerte, la soledad y la podredumbre. Este proceso se da tanto a nivel narrativo como formal, haciendo que, por ejemplo, los gases de Dafoe se vuelvan un sonido confundible con los sonidos del faro o del ambiente de la película. La película arma un caldo de toxicidad escatológica donde parece que todo aquello que es pre-moderno es necesariamente sucio y hediondo. Tal es así que su toma final es nada más y nada menos que una imagen de Robert Pattinson desnudo sobre las rocas, muerto, picoteado y defecado por las gaviotas. Otra consecuencia, regresa el preconcepto. Lo curioso de este tipo de tendencias es la creencia de que la construcción milimétrica y habilidosa de un camino hacia el que nadie querría ir fuera el sentido del cine de terror que, desde sus inicios y acorde a tradiciones anteriores, siempre se manifestó como un territorio en el que se da la lucha más explícita entre el bien y el mal, o la luz y la oscuridad. Contrario a esto The Lighthouse, una película que pone como hito específico a un faro, renuncia totalmente a su simbología, pasando a ser un compendio extraordinario de encuadres llamativos y contrastes lumínicos, pero sin llegar a poder visualizar a luz como algo que exceda a la percepción fotosensible. Podemos encontrar en Murnau un uso político del contraste lumínico que Eggers parece intentar recrear, pero no hay enfrentamiento. O tal vez haya demasiada luz y poca Luz. El faro simbólico quizás sea solamente una parte más del bello camino a la putrefacción, una miseria seguramente prefigurada antes de que se escriban las primeras frases del guión o el esbozo de la idea. Entre los fervientes defensores de Eggers o Aster están quienes se obnubilan por el nivel de las sensaciones de desesperación y miseria. A eso nos referimos cuando hablamos del peor escenario. Ante el deprecio o inflación de lo simbólico adquiere valor el peor escenario, la miseria, la muerte. Un film que desarrolla su angustia en una secuencia de montaje de griteríos angustiantes (como los de Tony Colette en Hereditary o los de la protagonista de Midsommar antes de que se atomicen y desplieguen formalmente al final) termina poniendo en valor a la angustia, la anti-catársis, y con ella la castración intelectual.
El terror expeditivo Las películas de terror del subgénero de material encontrado siempre son efectivas. La combinación de recursos posibles sumada a la construcción de un realismo de cinema-verité produce un efecto casi fisiológico en el cuerpo del espectador, a quien no se le da la posibilidad de “huir” de la potente batería de sustos y shocks que la película ofrece. Esta fórmula, que desde El proyecto Blair Witch (1999) parece ser explosiva, y que fue potenciada con la saga de Actividad Paranormal (2009), cuenta con un diseño que no falla la hora de producir terror expeditivo. Así también podemos pensar su valor industrial, ya que se trata de pequeñas máquinas (que tienden a ser cada vez más pequeñas) de éxito comercial. A medida que pasan los años se encuentran nuevas maneras hacer más sintética y eficiente a la máquina, y con nuevas estrategias para llevar a los espectadores al cine. La madre de todas ellas, la ya clásica Cannibal Holocaust (1980) de Ruggero Deodato, trabajaba con fílmico. Luego se pasó al video, a las cámaras portátiles y a las de seguridad. En lugar de tomar algún aspecto narrativo y desarrollarlo, lo que se optó por trabajar fue la evolución y cambios tecnológicos que acompañan al desarrollo del realismo. En pocos casos se volvió a optar por lo dramático, como si lo importante de la obra maestra de Deodato fuera solo su sensación de realidad y no la estrategia dramática de su puesta en escena, que tenía un lugar fundamental en la perspectiva y el punto de vista de dicho film. Con la llegada de las cámaras Go-Pro y los celulares las posibilidades técnicas se multiplicaron, así también aumentó proporcionalmente la eficiencia de la máquina, que cuenta ahora con un nuevo abanico de formas de generar los sustos en serie. La alemana El manicomio tiene una premisa muy similar a un film coreano estrenado el año pasado, Gonjiam Haunted Asylum (2018), también situada en un hospital abandonado. Y además cuenta con similitudes en su universo, el de un grupo de youtubers jóvenes que buscan aumentar las visualizaciones de sus canales. El recambio generacional es claro, el intento de problematizarlo también. Lo ausente es el relato y la construcción de sentido. Ambas películas llevan al extremo la multiplicidad de técnicas. En el film coreano los protagonistas transmiten en vivo por streaming, y cada personaje carga no una sino dos cámaras Go-Pro en un casco. En el alemán cuentan hasta con una cámara que detecta la temperatura. Se tengan los juguetes que se tengan, en una película como El manicomio, lo que falta es la voluntad de narrar. Si bien esboza algunos vínculos entre personajes, todos ellos están subordinados a una vuelta de tuerca que los incorpora pero sólo para alimentar su propia mecánica. Hay un cruce difuso entre la funcionalidad y las estrategias técnicas. Las líneas de diálogo que los personajes no grabarían pero que necesitan ser dichas (porque son funcionales a la trama) aparecen registradas en situaciones que buscan y rebuscan una manera de aparecer en la película, como cuando los personajes olvidan misteriosamente que la cámara seguía encendida. Lo narrativo es arrebatado de lo verosímil, mientras que lo efectivo del susto es arrebatado de lo narrativo. La máquina del terror efectivo se alimenta de otras películas y de toda la historia del realismo en el cine, pero además fagocita otros géneros, y al traerlos los degrada. Gracias a su giro sorpresivo, El manicomio se cruza con el infame subgénero de la porno-tortura, donde ya se dialoga más con la saga aleccionadora de Saw (2004) que con los problemas ligados a la mirada que proponía Cannibal Holocaust. Y si bien existía la posibilidad de incorporar al Mal como concepto y a la historia del hospital (se trata de un lugar en el que se llevaron a cabo experimentos durante el nazismo), tal vez debamos agradecer que la película no se atreva a tocar nada de todo esto, algo que podríamos anticipar que haría de forma paupérrima. En lugar de eso se opta por la alegoría con mensaje. Que una película de terror sea efectiva en estos términos no debería obligarnos a pensar que es una película lograda. En todo caso, lo que logra es expandir una idea equivocada acerca de lo efectivo, donde no tiene lugar el fuera de campo ni las implicancias de lo que sucede. El terror sin implicancias es como el melodrama sin tragedia: tan solo una superficie sin sustancia.
Quien escribe esta nota no sabe de superhéroes ni precisamente de Spider-Man. Tampoco está familiarizado (¿Por qué debería?) con la disputa corporativa entre DC y Marvel. Pero de vez en cuando, cuando aparece la oportunidad, ve alguno de esos films. Algunos le parecen bien, otros mal. Porque en definitiva, con o sin Comic-Con, se trata de películas que cuentan algo, que empiezan y terminan. En los últimos años aparecieron muchos intentos de transposición de historieta al cine. Recuerdo ahora a Edgar Wright y su Scott Pilgrim vs. The World, o a Robert Rodriguez con Sin City. Siempre estaba esa idea por encima de lo demás, como si fuera lo que gobierna las películas, una especie de carcasa estética de recursos específicos (recuadros, texto, onomatopeyas escritas, etc.) que parece decirnos constantemente: “Esto, en forma de cine, se vería así”. Estas películas permitían que su “gracia” fuera la transposición misma, casi impidiendo la entrada a su propio posible contenido o relato. Con esto, fuimos varios los que nos enojamos, mirando ya con desconfianza cualquier intento de emulación de recursos de la historieta. Porque además había otras películas que podían hacerlo sin regodearse en eso. Hace no mucho, Logan de James Mangold ponía en primer lugar la potencia de su relato trágico y terminaba siendo más un western crepuscular que una simple transposición de X-Men. Viendo algunas imágenes de la nueva Spider-Man se notaba la intención de lograr el efecto de la tinta impresa, de asociar el estilo de dibujo, e incluso la aparición de texto sobre la imagen. La película tiene entonces todo para perder. Quienes detesten el humor cínico y “de vuelta” de algunas películas actuales, que parecen no tomarse nada en serio, también tienen motivos para sentir rechazo. Pero Spider-Man: Un nuevo universo parece meterse dentro de todo eso y salir complemente triunfante. Su universo es extraordinario. Y es una película donde, además, aparecen varios universos colisionando. Y los universos, diferentes entre sí, requieren de creatividad para unificarse. La libertad estética que surge de la técnica empleada también la requiere. Sin creatividad, son solo colores y carteles. Y ahí es donde la película deja a un costado su mera transposición, que está omnipresente (como una verdadera montaña rusa) pero siempre al servicio de la narración. Por eso, Spider-Man necesita usar el espacio-tiempo de forma creativa, doblarlo, jugar con sus posibilidades. La estética se lo permite y la narración se lo demanda. En definitiva, es la historia de Miles Morales y sus expectativas de vida. El vínculo con su padre, su tío y el Spider-Man original. De la solidez de esto depende todo lo demás, nuestra mirada sobre Peter B. Parker y hasta incluso sobre el personaje de Kingpin y su familia. Aunque tengamos varios momentos de un cierto cinismo (como la presentación de cada superhéroe), la película no desdeña el heroísmo. Contrariamente, hace algo que parece imposible en una película de “Super” héroes, y nos devuelve al héroe que está dentro del hombre común. Nos entrega un Spider-Man proveniente de un universo en el que este está divorciado y parece tener la resacada de John McClane. Él será también un modelo a seguir. Sus miserias nos provocan risa, pero su desarrollo como personaje pone en cuestión las expectativas de Miles. El héroe de aventuras clásico no es sólo un sujeto, sino primordialmente un espíritu heroico capaz de presentarse en cualquier persona. Este espíritu entra en contradicción con los deseos y la vida del sujeto. También lo hace con sus conflictos personales. Spider-Man: De regreso a casa (Spider-man: Homecoming), del año pasado, fue muy buena, pero descuidó un factor fundamental y es que el héroe, en esa balanza, siempre pierde algo, y que hace que la responsabilidad heroica le quite algo a la comodidad de su vida mundana. Esta nueva entrega termina también con un Spider-Man en armonía con su vida de adolescente pero el conflicto con su padre continúa al tener que conservar el secreto. Nada aparece para lograr una reconciliación completa, y el conflicto parece que será constante. Porque aquí hay otro factor sumamente importante para pensar al héroe de aventuras: este no domina a través de su fuerza inherente, sino a través de la posibilidad espiritual de hacerse fuerte cuando es necesario, aunque los conflictos continúen y el mundo nunca sea el que deseamos que sea. En el contexto actual, donde los films de superhéroes parecen ser compendios de batallas llenas de parafernalia destructiva y visualmente inentendibles, o bien compilados de chistes para sabihondos, esta película se toma el tiempo de mirar hacia atrás y reconstruir eso que nos permite fundar al heroísmo. Aventuras para gente que puede ser fuerte.
Depredador (John McTiernan, 1987) es, hace ya rato, un clásico. El tipo de película que pasó de ser concebida como una máquina industrial de acción y pochoclo a convertirse en un film admirado por la crítica. McTiernan es entonces lo que actualmente conocemos como un autor, y la primera Depredador, con ese histórico duelo inciático entre la criatura y Arnold Schwarzenegger, es una expresión de poesía pura en el territorio del cine de acción. De este culto puede surgir también un lado oscuro, como puede pasar con cualquier elemento de la cultura que comienza a ser elevado. Su temprana secuela (1990) continuó el desprejuiciado camino de cine de género entendido como “menor”, pero en la actualidad todo clásico revisitado está sometido al peligro de la solemnidad. La saga de Alien (que ya había tenido su arbitrario cruce en Alien vs. Predator) es la principal víctima. La solemnidad de los responsables actuales es la perpetua mala lectura de los clásicos del cine fantástico y de acción. Si pensamos en Prometheus o en Alien Covenant, lo que domina es la rimbombante sentencia de la seriedad declarada, la reflexión pseudofilosófica y la equivocada certeza de que la forma de visualizar los clásicos que las anteceden solo puede darse desde una suerte de lucidez distanciada del componente emocional y dramático. El mejor ejemplo quizá sea la ya gastada sentencia de que lo mejor de Alien (1979) es que la criatura está la mayor parte del tiempo fuera de campo, como si la película solo fuese un compendio de estrategias formales al servicio de su propia detección. Pero estamos hablando de clásicos del cine fantástico y de terror que de solemnes no tienen nada; de películas donde además de haber estrategias interesantes lo que reina es la tragedia, la comedia, la aventura. Depredador (1987) tiene una inolvidable escena en la que se le cercena el brazo a un personaje mientras emplea una ametralladora uzi y el dedo queda apretando el gatillo, disparando el arma. Todo aquel que haya visto el film recuerda también dicho detalle, tal vez el elemento más icónico de una obra que apuesta a jugar con el exceso, a la inverosimilitud, a la gruesa experiencia de acompañar un relato extraño, inusual y extraordinario en el que la violencia, la aventura y el humor absurdo comienzan a asociarse de manera orgánica. En ese lugar es donde The Predator, esta nueva entrega, triunfa. No es ni solemne ni nostálgica. El film de Shane Black no persigue esa utopía superficialmente alcanzable de la seriedad y de la altura filosófica, sino que se propone, ante todo, ser una película de aventuras. La principal diferencia con el clásico de McTiernan está en que si la primera disolvía al equipo para llegar a centrar el gran duelo final, esta versión de Black pone todos los focos en la naturaleza del equipo, y hace de las peripecias de los personajes un conjunto absolutamente fundamental para su trama de aventuras. Lo que tenemos es una suerte de pelotón de locos, veteranos enfermos, depresivos, con todas las consecuencias psicológicas que el Ministerio de Defensa norteamericano prefiere barrer bajo la alfombra. Se trata de un grupo de marginados organizados, funcionando de forma heterogénea y luchando contra un mal irracional; alternativa estructural que no había sido explorada porque The Predator es, ante todo, una película nueva. Es cierto que por momentos aparece un humor innecesario, con tintes nostálgicos, como la repetición deliberada y recontextualizada de algunas de las frases de Arnold Schwarzenegger, pero eso muere temprano en la película. A medida que el film crece, la superficie nostálgica afortunadamente se cae, y deja lugar a la exploración del nuevo territorio, las nuevas relaciones entre los personajes y todas las tensiones que ahora sí se vuelven intrínsecas a la nueva película y su nuevo universo. Que los héroes sean este grupo de militares marginales es un pequeño gesto de nobleza, complicado para la corrección política (cada vez es más difícil hacer pasable una película con héroes y más si son militares), pero que debería ser incómodo para todo el sistema de descarte de personas. Ahí es donde también aparece un poco el espíritu de McTiernan, en ese punto medio que cuenta con agudeza política sin ser ni complaciente ni domesticado. En The Predator se logran construir personajes de iconografía clara, lo que no los vuelve chatos sino todo lo contrario: son tremendamente queribles. Si la comunidad puede surgir de este grupo de locos será porque Shane Black entiende que la guerra es una locura, y que el Depredador puede ser tal vez un desplazamiento monstruoso del universo bélico con todos sus síndromes. Hay que agradecer entonces que este nuevo Depredador se luce como la bestia violenta que es, y no como la figura negra de la selva de Apichatpong Weerasethakul. Para esa y otras solemnidades tenemos a Villaneuve, Nolan, Chazelle y varios insensibles más.
De entrada queda claro que la película de Santiago Esteves busca ubicarse en el cine de género. Las idas y vueltas de su personaje Reynaldo llevan las peripecias de un pibe chorro a una suerte de pequeño western urbano en Mendoza, donde su hermano mayor y y otros chicos del barrio lo fuerzan a que participe de un robo que parece fácil. Es un claro proceso de iniciación en el que un personaje con el que podemos conectar es insertado en el mundo del crimen, casi contra su voluntad. El resto del film se plantea como contrapartida de aquella iniciación, en este caso, su educación. Vargas (Germán de Silva) intenta lucirse como un intento de Clint Eastwood argentino, si pensáramos en Gran Torino. “Rey” cae por error sobre su jardín al escapar de la policía y así arruina el vivero que este ex transportador de caudales (armado como personal de seguridad) construyó para su esposa. Hay algo en el guión que busca ser preciso y directo, y que tal vez atente contra el verosímil, porque Vargas entiende al instante que Reynaldo es un joven virtuoso, apenas en la primera mirada, y decide, casi también de la nada, educarlo. Reynaldo debe entonces reconstruir el vivero y quedarse en la casa hasta terminarlo, y así Vargas no lo delata a la policía. El proceso de educación de Reynaldo por momentos parece una especie de manual de inclusión social, como si el film de Esteves literalizara una tesis sociológica. La educación de “Rey” se basa entonces en el trabajo, en la obediencia a una autoridad, y en que se le deposite también confianza. Por momentos Vargas se comporta como un padre, y si bien no es necesariamente un progre (le enseña a disparar armas), la dupla conecta de una forma casi carente de verdadero conflicto. Si con esa forma de educación se saliera tan fácil de la marginalidad tendríamos que olvidar todo un esquema menos literal y más complejo que no es tan claro en el personaje de Vargas como sí lo es en la estructura criminal que se ve durante la película. Si un elemento convierte a La educación del Rey en una película interesante, es justamente el sistema de relaciones visible entre los chicos ladrones y los policías que los manipulan. No se trata simplemente de evidenciar que la policía, en su caracter de corrupta, es quien sostiene la red criminal. Lo que viene de la mano de ello es un elemento que termina de vincular aún más la película con el western, y es la valoración sobre cada vida: matar a uno de los chicos para estos personajes vale poco, pensado como una relación de costo y beneficio. La resolución de cabos sueltos termina mostrando la posibilidad de algunos personajes de convertirse en seres abominables. Así, aquel subterráneo mundo criminal nos obliga a pensar formas mucho menos directas de salida, y que no necesariamente se basan en la corrección y la buena voluntad. Si entendemos que la eduación de Reynaldo excede las buenas intenciones de Vargas, entonces la película de Esteves permite un vuelo acaso un poco más alto. La trama que queda relegada al fuera de campo acerca de la criminalidad de Vargas parece ser tal vez el elemento que, de haber estado más presente, habría terminado de convertir ese proceso educativo en un proceso mucho más rico por su contradicción interna.
Hay un territorio donde el cine de terror puede entregarse por completo a la impresión y al susto de una manera muy sencilla. Allí se puede ser muy efectivo si es que la propuesta se limita a cargar de una constante tensión al espectador. Se trata de una zona donde siempre se está al borde del golpe bajo, y consiste en poner niños pequeños (o bebés, como en este caso) en un visible peligro de muerte. Es una herramienta, aunque muy cercana al comodín. De esto se nutre casi todo lo que vemos en esta película, que juega con la tragedia de una madre de mellizos al nacer muerto uno de ellos. Mary intenta reacomodar su vida cuando comienzan a aparecer indicios de una presencia diabólica, que amenaza con quitarle el otro bebé, llamado Adam. La arbitrariedad de los nombres bíblicos no llega a ser suficiente para hacer crecer una trama que oscila constantemente entre la presencia fantástica y una simple mirada de loca. Quizás allí resida el principal problema de El demonio quiere a tu hijo, en la carencia de decisión. ¿Asistimos a las visiones paranoicas de un personaje con la mirada y la psicología distorsionadas? ¿O acaso todo el discurso científico está para tapar una genuina amenaza diabólica? El psicólogo interpretado por un desaprovechado Michael Ironside (Scanners, Visiting Hours) adjudica el conflicto a un trauma post-parto, como si lo tomara de un manual. La evidencia llega, entonces debemos acatar esa versión. Sin embargo, ante cada aparición fantasmal, el verosímil del film se va quebrando, como si no existiera voluntad de hacer un relato consistente. Como si nos dijera: al final era esto, pero también podría ser esto otro… El universo que se arma, en un principio, es claro. La pareja acaba de mudarse a una zona suburbana residencial acomodada. El marido está intentando conseguir un nuevo ascenso, y la vida que los espera es la de un estándar de conformismo burgués similar al que se aprecia en el personaje de la vecina, una típica ama de casa desesperada. Dado este contexto y las ausencias del marido, la película tiene todas las herramientas para jugar en un territorio polémico: la exploración de los terrores en la familia burguesa con respecto al lugar del “hogar”. William Friedkin lo hizo magistralmente en The Guardian (1990), donde una pareja de yuppies debía enfrentarse a una niñera realmente diabólica. Pero El demonio quiere a tu hijo parece no animarse a entrar en ese territorio, haciendo de su espacio un mero contexto para el desarrollo de la acción. Aunque se trate de una traducción no literal, tal vez el título termine resultando acorde, pues expresa con claridad el único objetivo del film. Así entonces es como se desarrolla el repertorio de situaciones con el bebé en peligro: estar a punto de ser ahogado en una bañera, ser amenazado con un cuchillo sin cortes de montaje, etc. Ese tipo de tensión es inevitable y es lo que se come toda la película, llegando a extremos completamente innecesarios, como la aparición fantasmal de un bebé despedazado en un charco de sangre. Es una toma que dura apenas un breve segundo, lo suficiente para causar repulsión y evidenciar la falta de límites en la representación.