Es difícil superar la primera Depredador, incluso la segunda parte, de 1990. Cualquiera que se meta con el monstruo con rastas que caza humanos por diversión la tiene complicada, sobre todo si se está bajo los mandatos del cine más empresarial y mentecato de Hollywood.
El depredador, la nueva entrega de la saga iniciada en 1987 por John McTiernan y protagonizada por Arnold Schwarzenegger (el verdadero monstruo de otro planeta), podría haber sido una gran película si su director Shane Black hubiera mantenido la solidez narrativa y el humor de la primera media hora.
La película empieza con unas naves espaciales persiguiéndose como si se tratara de un episodio de Star Wars. El famoso monstruo colmilludo pilotea una de ellas y está a punto de estrellarse contra la Tierra, justo cuando un francotirador está por liquidar a su blanco.
La presentación de los protagonistas en simultáneo es un acierto: por un lado, el alien cabezón; por el otro, Quinn McKenna (Boyd Holbrook), el militar rubio y alto que combatirá al extraterrestre. Luego, siempre a paso firme y con ritmo, aparecen los otros personajes: la científica Casey Bracket (Olivia Munn), el hijo de McKenna (otra vez Jacob Tremblay en el papel de un niño especial) y su mujer (Yvonne Strahovski), de quien está separado. Por último, el grupo de exsoldados camino al psiquiátrico.
El momento en que los prisioneros desquiciados están en el colectivo y ven cómo huye el depredador del laboratorio es lo mejor del filme: la acción de la fuga del monstruo pasa en el fondo del plano mientras se mantiene en primer plano a los convictos, hasta que ambas acciones se unen. Aquí relucen los diálogos y el humor de Black, y conocemos un poco más a los personajes.
Pero luego la película se torna mecánica y apuesta por la saturación de efectos especiales, el gore sin sentido y las muertes sin importancia, y los personajes secundarios pierden desarrollo y se vuelven sólo un motivo para mostrar las vísceras de manera atolondrada.
Las licencias del guion son lo de menos comparadas con los últimos tramos, que parecen auspiciados por el Ejército de Estados Unidos. Y ni hablar del ruido que hace el plano final, como si nos estuvieran diciendo que los soldados norteamericanos cuentan con las mejores armas de combate. El cine siempre fue un peligroso y eficaz dispositivo ideológico.
La primera película tiene una construcción del suspenso y un sentido del duelo entre Schwarzenegger y el monstruo, y casi media hora sin diálogo, que la convierten en un clásico instantáneo. En cambio, en El depredador hablan todo el tiempo y está sobrecargada de acción hasta cansar. La de Black es una película de fórmula y de derecha, pero de una derecha rancia, como si todavía viviéramos en la década de 1980.