El depredador es más que un regreso o una secuela más, de las tantas que tuvo (y a veces padeció) esta serie iniciada en 1987. Es lo más parecido a una celebración, que es el modo elegido por Shane Black para justificar la elección de cada uno de sus proyectos.
Black va al rescate del rumbo extraviado de la serie con todo su arsenal. Su Depredador es una síntesis perfecta de su identidad como realizador. Mezcla virtuosamente la acción y la ciencia ficción (como en Iron Man 3), recupera con feliz nostalgia un tiempo que parecía perdido (como en Dos tipos duros) y refirma el lugar central del héroe con todas sus debilidades, sus contradicciones, su humor y sus culpas, pero a la vez con la decisión clara de lo que hay que hacer: redimirse frente a sí mismo y frente a su pequeño hijo, una mente brillante a la que el invasor del espacio mira con especial atención.
Con un héroe que no le teme a la incorrección política, acompañado por un grupo de combatientes renegados que parece salido deLos indestructibles y una intrépida bióloga digna del cine de Howard Hawks, Black construye una aventura poderosa que arranca en el primer minuto y no se detiene hasta el final. Hay espectacularidad y ruido, pero también hay nobleza, desprendimiento, sacrificio y valor en escenas de acción siempre inteligibles. Y hasta una sugestiva mimetización entre el protagonista y el terrorífico invasor que debe ser destruido.