Depredador (John McTiernan, 1987) es, hace ya rato, un clásico. El tipo de película que pasó de ser concebida como una máquina industrial de acción y pochoclo a convertirse en un film admirado por la crítica. McTiernan es entonces lo que actualmente conocemos como un autor, y la primera Depredador, con ese histórico duelo inciático entre la criatura y Arnold Schwarzenegger, es una expresión de poesía pura en el territorio del cine de acción. De este culto puede surgir también un lado oscuro, como puede pasar con cualquier elemento de la cultura que comienza a ser elevado. Su temprana secuela (1990) continuó el desprejuiciado camino de cine de género entendido como “menor”, pero en la actualidad todo clásico revisitado está sometido al peligro de la solemnidad.
La saga de Alien (que ya había tenido su arbitrario cruce en Alien vs. Predator) es la principal víctima. La solemnidad de los responsables actuales es la perpetua mala lectura de los clásicos del cine fantástico y de acción. Si pensamos en Prometheus o en Alien Covenant, lo que domina es la rimbombante sentencia de la seriedad declarada, la reflexión pseudofilosófica y la equivocada certeza de que la forma de visualizar los clásicos que las anteceden solo puede darse desde una suerte de lucidez distanciada del componente emocional y dramático. El mejor ejemplo quizá sea la ya gastada sentencia de que lo mejor de Alien (1979) es que la criatura está la mayor parte del tiempo fuera de campo, como si la película solo fuese un compendio de estrategias formales al servicio de su propia detección.
Pero estamos hablando de clásicos del cine fantástico y de terror que de solemnes no tienen nada; de películas donde además de haber estrategias interesantes lo que reina es la tragedia, la comedia, la aventura. Depredador (1987) tiene una inolvidable escena en la que se le cercena el brazo a un personaje mientras emplea una ametralladora uzi y el dedo queda apretando el gatillo, disparando el arma. Todo aquel que haya visto el film recuerda también dicho detalle, tal vez el elemento más icónico de una obra que apuesta a jugar con el exceso, a la inverosimilitud, a la gruesa experiencia de acompañar un relato extraño, inusual y extraordinario en el que la violencia, la aventura y el humor absurdo comienzan a asociarse de manera orgánica.
En ese lugar es donde The Predator, esta nueva entrega, triunfa. No es ni solemne ni nostálgica. El film de Shane Black no persigue esa utopía superficialmente alcanzable de la seriedad y de la altura filosófica, sino que se propone, ante todo, ser una película de aventuras. La principal diferencia con el clásico de McTiernan está en que si la primera disolvía al equipo para llegar a centrar el gran duelo final, esta versión de Black pone todos los focos en la naturaleza del equipo, y hace de las peripecias de los personajes un conjunto absolutamente fundamental para su trama de aventuras.
Lo que tenemos es una suerte de pelotón de locos, veteranos enfermos, depresivos, con todas las consecuencias psicológicas que el Ministerio de Defensa norteamericano prefiere barrer bajo la alfombra. Se trata de un grupo de marginados organizados, funcionando de forma heterogénea y luchando contra un mal irracional; alternativa estructural que no había sido explorada porque The Predator es, ante todo, una película nueva.
Es cierto que por momentos aparece un humor innecesario, con tintes nostálgicos, como la repetición deliberada y recontextualizada de algunas de las frases de Arnold Schwarzenegger, pero eso muere temprano en la película. A medida que el film crece, la superficie nostálgica afortunadamente se cae, y deja lugar a la exploración del nuevo territorio, las nuevas relaciones entre los personajes y todas las tensiones que ahora sí se vuelven intrínsecas a la nueva película y su nuevo universo.
Que los héroes sean este grupo de militares marginales es un pequeño gesto de nobleza, complicado para la corrección política (cada vez es más difícil hacer pasable una película con héroes y más si son militares), pero que debería ser incómodo para todo el sistema de descarte de personas. Ahí es donde también aparece un poco el espíritu de McTiernan, en ese punto medio que cuenta con agudeza política sin ser ni complaciente ni domesticado. En The Predator se logran construir personajes de iconografía clara, lo que no los vuelve chatos sino todo lo contrario: son tremendamente queribles. Si la comunidad puede surgir de este grupo de locos será porque Shane Black entiende que la guerra es una locura, y que el Depredador puede ser tal vez un desplazamiento monstruoso del universo bélico con todos sus síndromes. Hay que agradecer entonces que este nuevo Depredador se luce como la bestia violenta que es, y no como la figura negra de la selva de Apichatpong Weerasethakul. Para esa y otras solemnidades tenemos a Villaneuve, Nolan, Chazelle y varios insensibles más.