Filmar el goce
El desconocido del lago (L'inconnu du lac, 2013) fluctúa entre el melodrama y el policial, tamizados por un erotismo a flor de piel.
Pocas veces el cine ofreció un testimonio tan fascinante sobre la sexualidad y la masculinidad, binomio que no significa lo mismo que “sexualidad masculina”. La película de Alain Guiraudie se niega a arrojar una mirada tautológica o clínica, cifra su encanto en lo inasible y en el roce, en la exposición del deseo en pleno tránsito. Porque de transitar se trata: el deambular de cuerpos hacia un lago bellísimo activa en los personajes distintas modalidades del goce; el del cuerpo desnudo en la naturaleza, el del voyeur, el goce del sexo entre varones, o el de la contemplación del otro. Está el lago, en donde se nada; la orilla, en donde se toma sol y se expone el cuerpo; y un bosque inmediatamente cercano en donde una buena parte de la comunidad gay aledaña se congrega para tener encuentros casuales o, simplemente, ponerse a mirar.
Hacia ese espacio paradisíaco llega Frank (Pierre Deladonchamps, en una labor soberbia), joven gay que se enamora a primera vista de Michel (Christophe Paou), conocido por todos los que se bañan allí. Michel es un eximio nadador, y su cuerpo testimonia horas de entrenamiento. En un atardecer, Frank se queda observándolo y presencia el momento en el que ahoga a su pareja. Desconcertado, vuelve al otro día como si nada hubiera pasado y entabla un encuentro sexual que, poco a poco, mutará hacia un vínculo más estrecho.
Nunca sabremos lo que ocurre fuera de aquel lugar; el espectador recibirá unos pocos datos a partir de las alusiones de los personajes. A los dos ya apuntados se agrega Henri, hombre poco agraciado y heterosexual que purga las penas de un amor que quedó en el tiempo sentándose frente al lago y meditando. Henri es uno de los personajes más melancólicos y fascinantes que arrojó el cine. En varios diálogos que mantiene con Frank surge una amistad singular, como no podía ser de otra forma en tamaño paisaje. Ese vínculo tiene mucho de El banquete, antiguo texto que versa sobre el amor. Porque de eso se trata: del amor que emerge de la palabra. Cual filósofo socrático, Henri niega al cuerpo e interpela al joven e idílico Frank. Y de alguna manera lo protege o alerta sobre el peligro que está allí, a unos pasos de distancia.
Poco a poco, la trama potencia su intriga en el espectador y en la mente de Frank, sobre todo cuando un inspector comience a “inmiscuirse” en ese mundo que no le pertenece. Este personaje ofrece una mirada transversal sobre un fenoménica del goce entre varones que el film naturaliza durante la primera mitad. Es por eso que el juego de identificaciones entre la mirada de Frank y la del espectador se unifican; a Alain Guiraudie le interesa lo explícito como condensador de pasiones, no como signo pornográfico.
Las escenas de sexo funcionan como modulaciones de ese deseo irrefrenable. Mientras que en el cine pornográfico son meros rituales para el receptor, aquí lo que se acentúa es su vinculación con la esfera emocional del personaje. Una decisión inteligente, que se integra a este universo tan fascinante e inevitable como el deseo mismo. Sin lugar a dudas, estamos frente a una de las obras maestras de esta temporada.