Eros y Thanatos, una vez más
En este film con ecos hitchcockianos, al ver cómo un desconocido asesina a sangre fría a su acompañante en una playa nudista gay, el protagonista, atraído por el fuego del peligro, convierte al criminal en su oscuro objeto del deseo.
En una película como El desconocido del lago es quizá más importante que nunca que el árbol no impida ver el bosque, que aquello que está por delante y bien a la vista, y sin dejar de ser esencial, no obstaculice la riqueza formal y de sentidos que hay también más allá de lo evidente. La película del gran realizador francés Alain Guiraudie –premio a la mejor dirección en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes– está ambientada en su totalidad en una playa nudista gay, un sitio de levantes y encuentros casuales, y contiene escenas de sexo explícito. Pero es precisamente porque transcurre allí y en ningún otro lugar que el film de Guiraudie necesita de esas escenas y las incorpora naturalmente al relato, que nunca deja de ser –como él mismo lo reconoce en la entrevista que acompaña a esta nota– un thriller existencial, que vuelve a poner en escena el eterno combate entre Eros y Thanatos y que –como en El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima– no hace sino llevar hasta las últimas consecuencias la ley del deseo.
¿Quién es el desconocido del lago al que alude el título del film? De él, el espectador sólo sabrá lo que vaya sabiendo paulatinamente el protagonista de la película, Frank (Pierre Deladonchamps): que es un estupendo nadador, que tiene un cuerpo apolíneo, que se llama Michel, que tiene un compañero con el que comparte algunos momentos en la playa. Y a quien una tarde, cuando ya está cayendo la sombra de la noche, deliberadamente ahoga; lo mata con frialdad, ante la mirada petrificada de Frank. Como el personaje de James Stewart en La ventana indiscreta, de Hitchcock, Frank observa la escena de lejos, entre perplejo e impotente. Y el espectador será con él un voyeur culposo (magnífico plano secuencia sin cortes, que concentra la mirada en la acción). Pero a diferencia de lo que sucedía en el film de Hitchcock, esa inesperada acción de Michel (Christophe Paou) no hará sino encender aún más la llama de Frank, que atraído por el fuego del peligro convertirá a Michel en su oscuro objeto del deseo.
Es sencillamente magistral la manera en que Guiraudie, con mínimos elementos, utiliza el espacio cinematográfico del que dispone. En primer lugar, está el estacionamiento, un claro en el bosque al final del camino al que cada mañana –de esta manera el film marca el paso del tiempo– llega Frank para encontrarse casi siempre con los mismos autos, en los mismos lugares. Y allí permanecerá durante varios días y noches el Peugeot rojo del muerto, como un incómodo recordatorio de lo que sólo Frank ha sido testigo y no ha dado cuenta.
Luego está la playa, soleada, silenciosa, serena, donde los habitués dejan sus toallas y sus ropas y se abandonan a un ritual de saludos socarrones y miradas cómplices, que Guiraudie coreografía con exactitud y malicia. Los diálogos son tan escasos como ambiguos y sugieren mucho más de lo que enuncian. La única nota que perturba ese orden es Henri (Patrick d’Assumçao), un solitario depresivo que se ubica sistemáticamente en un rincón de la playa y que nunca se desnuda. Henri también despierta la curiosidad de Frank, que establecerá con él una relación inversamente proporcional a la que crea con Michel: aquí el motor no es el deseo, sino la amistad.
El lago –siempre tan terso, cristalino y brillante a la luz del sol– es el lugar del crimen, allí donde surge la naturaleza del monstruo, tanto que hasta se menciona que el ahogado podría haber sido víctima de un enorme siluro, una suerte de bagre gigante que habita en las profundidades de algunas aguas, como si se tratara de alguna leyenda o cuento cruel infantil. Y finalmente, está el bosque que rodea a la playa, el espacio privilegiado para los encuentros sexuales, para la circulación del deseo, pero que como todo bosque, sobre todo cuando cae la noche, parece cobrar vida propia y estar habitado por el misterio.
Si en un comienzo el film recuerda al mejor Hitchcock –por el rigor y la precisión de su puesta en escena, pero también por cierto humor absurdo (“¿No han visto mujeres por acá?”, pregunta un desubicado)–, hacia el final El desconocido del lago se transforma en una suerte de paráfrasis de La noche del cazador (1955), con Michel convertido en una reencarnación del predador que encarnaba Robert Mitchum y Frank en su aniñada presa. De estos ecos y sutilezas está hecho El desconocido del lago, que también podría titularse como aquella memorable, enfermiza novela de Patricia Highsmith, Ese dulce mal.