De la muerte a la vida Un árbol, una casa, un avión que aterriza, un entierro, un reencuentro entre primos, la prostitución, la corrupción, la política, un cruce de miradas que dicen mucho, una historia de amor... elementos que separados no significan nada y juntos conforman una historia que le otorga voz y verdad a tanto silencio y mentiras. La motivación: un hijo que busca a su padre, luego de recibir una crucial información. La búsqueda dará movimiento a un desafiante y oscuro thriller, relatando dos historias en paralelo, una ocurrida hace veinte años y otra en el presente. El desentierro (2018), ópera prima del valenciano Nacho Ruipérez (co-director de Blue Lips, 2014), quien ahora dirige y escribe este arriesgado thriller, una Coproducción Española-Argentina, que sucede en un pueblo de Levante. Jordi (Michel Noher) llega de Argentina para asistir al entierro de un importante político. A partir de la inesperada aparición de Vera (Jelena Jovanova) decide investigar el pasado de su padre Pau (Leonardo Sbaraglia), desaparecido hace 20 años, quien tuvo una relación con una prostituta, Tirana (Nesrin Cavadzade). Cuenta con la ayuda de su primo hermano Diego (Jan Cornet), hijo del político fallecido y ahora convertido en un escritor errante que vive retirado. Entre ellos existe una especial complicidad fruto de un fuerte pasado compartido, juntos comenzarán una investigación en búsqueda de Pau. Nacho Ruipérez debuta con un guion diferente y dinámico. Su estilo es simbólico e impredecible, se relata más desde lo implícito, otorgándole forma a una película interactiva, una experiencia que excede la historia y una invitación para el espectador aburrido de lo explícito. El director tiene muy claro lo que quiere contar, qué detona la motivación del protagonista y dará movimiento a la historia con un ritmo muy personal; lo interesante es que incluye al espectador de manera permanente, con lo cual debemos prestar especial atención a la trama principal. El color del film está trazado por la voz del autor presente en cada secuencia. El estilo del cine español está fluctuando y este cineasta nos lo anticipa. Trama principal, subtramas que describen a una sociedad corrupta, miserias y secretos de cada personaje, recurriendo a flashbacks para relatar el pasado situado en 1996, muy bien representado. Quizás la historia sea algo dificultosa de seguir, pero sólo si no se presta atención y se observa de manera relajada. En las locaciones naturales predominan el color amarillo y sus matices, las tomas aéreas connotan una mirada más elevada en ciertas situaciones asfixiantes, la música cumple un rol fundamental y la complicidad entre los protagonistas, descomprime con momentos que nos sacarán una sonrisa; es de destacar que no fueron necesarios el morbo ni la violencia explícita en los subtramas delicados que toca, en especial la trata de personas, prostitución infantil y las escenas de acción muy bien logradas y dirigidas. Todo esto sólo se puede conseguir con una comunión entre lo que quiere comunicar el director y las creíbles interpretaciones de los actores. El director supo construir de manera atinada, la esencia de cada personaje. Toda familia esconde secretos por diferentes motivos, siempre una búsqueda externa, es un camino a reencontrarse con nuestro interior y reconciliarse con uno mismo. Este film habla de lo transgeneracional, de ordenar piezas y completar vacíos de nuestro árbol genealógico. Son cuestiones que el director comprende como fundamentales para que cualquier ser humano continúe su camino, otorgando liviandad a esa mochila que arrastramos, desde un lugar íntimo y respetuoso.
El cine industrial español entrega thrillers a un ritmo que pocas filmografías pueden imitar. Es evidente que guionistas y directores tienen muy aceitados los mecanismos del género, que entienden de ritmos, de tempos narrativos y de cómo sorprender al espectador con distintas vueltas de tuerca. Los problemas surgen cuando el guión se limita a encadenar una vuelta tras otra. El desentierro parte de una idea varias veces vistas pero no por eso a priori poco atrapante. Todo arranca con el reencuentro de dos primos (Michel Noher y Jan Cornet) durante un velorio. Ambos dejaron de verse mucho tiempo atrás, cuando uno de ellos se fue de España luego de la desaparición de su padre. Un padre cuyo destino es desde entonces una incógnita que ahora su hijo está dispuesto a develar. A lo largo de la investigación se cruzará con diversos personajes involucrados con su padre (Leonardo Sbaraglia). Como en la multipremiada El reino, todo transcurre en un marco de corrupción y escándalos que salpican a las altas esferas del poder. Pero el director Nacho Ruipérez nunca termina de definirse si el thriller es una manera de hablar de política o si la política es el envase de un thriller. En esa indefinición se cifra el destino de una película cuyos constantes saltos temporales se vuelven confusos y arbitrarios, al tiempo que hay pocas revelaciones sobre el pasado que no encuentren su correspondencia con imágenes alusivas. Con varios personajes secundarios que desaparecen de la trama sin explicación alguna, El desentierro pide verse con un anotador al lado, cuestión de ir siguiendo el hilo de este caso que, antes que complejo, es rocambolesco.
La repentina aparición de una mujer albanesa en un pueblo de Levante provoca que Jordi ( Leonardo Sbaraglia), llegado de la Argentina para asistir al entierro de un importante político, decida investigar el pasado de su padre, desaparecido 20 años atrás. Para ello cuenta con la ayuda de su primo ( Michel Noher), hijo escritor de aquel político. Ambos emprenderán así la búsqueda del padre de Jordi en medio de violencia y de mentiras. El director Nacho Rulpérez convirtió este film hispano-argentino en una estructura narrativa que alterna de manera fastidiosa el presente y el pasado en medio de vaivenes e incurre en continuas explicaciones tan redundantes como confusas.
Una película española, la opera prima de Nacho Ruipérez, que hizo el guión junto a Mario Fernández Alonso. Un film que se suma al género policial, negro, que abreva de buenas series sobre investigaciones del pasado con resonancias en el presente. Aquí no se trata de profesionales, sino dos primos dos jóvenes de hoy, que comienzan una investigación peligrosa con la muerte del padre de uno que activa en el otro la necesidad de saber que ocurrió con su progenitor desaparecido veinte años antes. Está bien armada esa voluntad de meterse en territorios desconocidos con la inexperiencia que los expone. La unión de temas es acertada, como la corrupción política con negocios inmobiliarios, la trata de chicas traídas desde los países más necesitados, la mafia de lugares de la noche, con sus manejos naturalizados. Tiene a favor también los actores convocados Leonardo Sbaraglia, Michel Noher, especialmente, que cumplen muy bien con su labor y son un atractivo para nuestro medio. Como defecto están los innumerables raccontos de las historias que funcionan paralelas pero con el abuso del recurso entorpecen el ritmo del film que además cae en reiteraciones, en explicaciones innecesarias y hasta en confusiones.
Ni el protagonismo de actores como Leonardo Sbaraglia y Michelle Noher pueden rescatar una propuesta obvia, burda y trillada en la que el plot twist pasa a un primer plano, y al no ser sólo uno, la proliferación de saltos temporales complica una trama que hace agua por todos lados.
Este thriller intenso va mezclando temas relacionados con las drogas, la prostitución, la corrupción política, el delito y los ajustes de cuenta y su estructura narrativa se va alternando con el flashback. Tiene mucho de investigación que se va perdiendo, acompañado por un destacado elenco que constituye uno de los ganchos principales para el espectador. Pero su desarrollo a medida que pasa el tiempo se diluye, con personajes que desaparecen sin explicación, con tanto pasado y presente, tantas explicaciones, momentos confusos y que terminan fastidiando, cansando y dejando cierto sabor amargo.
La repentina aparición de una mujer albanesa en un pueblo de Levante provoca que Jordi, recién llegado de Argentina para asistir al entierro de un importante político, decida investigar el pasado de su padre Pau, desaparecido hace 20 años y al que todo el mundo daba ya por muerto. Cuenta con la ayuda de su primo hermano Diego, hijo del político valenciano fallecido y ahora convertido en un escritor que vive retirado. Juntos emprenderán a contrarreloj la búsqueda de Pau. Trama policial con saltos temporales y vueltas de tuerca. Un misterio dentro de otro misterio y que a medida que avanza la historia se va desinflando para terminar en una serie de revelaciones que difícilmente puedan resultar de interés para el espectador. A veces más es menos y el buscar complejizar todo le podrá aportar ingenio pero no valor.
Gris ceniza y colores de carnaval Durante el carnaval de Humahuaca, una pareja enfrenta una huida pero también un ánimo caído en estado larvario, a partir de un registro que imbrica ficción y documental. El cine de Claudio Perrin tiene una fisonomía ganada, a partir de años de trabajo y persistencia. Director de Bronce y Umbral –cada película con reconocimientos labrados en festivales diversos–, es relevante señalar que el año que termina contuvo sus dos títulos más recientes: El Cuento y El Desentierro. Un logro que no fue buscado adrede, sino consecuente con los tiempos internos a toda película. La coincidencia es feliz, porque constituye un díptico imprevisto. Además, en las dos películas el director agrega al trabajo habitual de su actriz y pareja, Claudia Schujman, el de su hijo Zahir. En este sentido, vale distinguir el paso del tiempo que el crecimiento del niño expone, algo sustancial a la materia fílmica, y algo a la vez afectivo para el propio realizador. De este modo, entre El Cuento y El Desentierro, Zahir ya aparece como personaje y persona recurrentes, tanto como Schujman, su madre. El cine de Perrin, en este sentido, es un ámbito familiar donde dar cuenta de la vivencia propia, cercana, y atenta con lo que alrededor se respira. Gran parte de El Desentierro fue filmada durante el carnaval de Humahuaca, hace dos años. Así como lo harán sus personajes, director y equipo labraron kilómetros a la manera de una road-movie. La referencia de época durante el rodaje es crucial, porque los tiempos políticos y económicos recientes, con el neoliberalismo en su esplendor, son un contrapunto perfecto para el colorido musical jujeño que persigue la cámara. El carnaval, con toda su carga histórica y pagana, oficia casi como un antídoto inmanente, proveniente de tradiciones profundas y siempre molestas a las políticas de derecha. Allí descansa, justamente, la propuesta estética y política de El Desentierro. Es en esa necesidad de diversión social –rasgo que, se sabe, estuvo apagado de manera palpable–, donde aparece la película. Una intuición que si bien Perrin acarrea a partir de un guión escrito hace casi veinte años, no es casual haya podido concretar recién ahora, en estos tiempos funestos. Seguramente, con ello tendrán que ver también las caracterizaciones de Claudia Schujman y Roberto Chanampa, la pareja que huye junto a su hijo sin un rumbo premeditado. Desde luego, hay un hecho que lo desencadena, pero aquí no se lo revelará. Desde lo argumental, los dos se encuentran hundidos en un hacer cotidiano que los obliga; uno es pintor, la otra, prostituta. Entre ellos hay una comunicación de gestos breves y cansados. El inicio de El Desentierro ya es brutal, con el cuerpo de Schujman expuesto de manera descarnada, tal vez por un golpe, no se sabe. Lo terrible del caso es que se trata de un momento matutino. Recién comienza el día, y a esa herida habrá que cargarla. Por su parte, la mirada de Chanampa está caída, esculpida en un tiempo que no le ha sido grato. Sus palabras se arrastran como gruñidos. Quien surge como una lucecita de color es Zahir, el hijo, aun cuando no se trate de una luminosidad que les contagie, antes bien, pareciera molestar o apelar a una obligación que atender. Es más, Zahir tiene su voz callada, esboza palabras y juega aburrido. Lo que no se dice, lo que no se muestra, es lo que de veras sucede entre ellos; y el espectador apenas tiene acceso a sus secretos. Por eso, la huida. Salirse de todo esto. Todo viaje generalmente ocurre con el fin puesto en narrar, en contar las historias vividas. Pero aquí no hay una cohesión semejante. De lo que se trata es de tomar un camino que les lleve lo más lejos posible, aun cuando con ellos viajen también los problemas irresueltos. De esta manera, llegar a Humahuaca y sus colores no podría oficiar de forma más paradójica. Es en esta contradicción en donde El Desentierro encuentra su puesta en escena, en la discordia que promueve el gris ceniza del trío protagónico con la explosión pagana, de color saturado, del carnaval. La alegría que la cámara captura es real, la gente que surca los encuadres deja una estela festiva. En este acontecer verídico se zambulle la película con su desazón, con el gris anímico perfilado desde las caracterizaciones. La mixtura entre la ficción y el documental sucede. Y para ello es que se prepara toda la primera parte del film, a partir de un relato claramente pautado en secuencias y escenas, hasta llegar a la ruta de lo imprevisto. Aun cuando el desarrollo argumental ya tenga una estructura prefijada, es ahora donde surge la posibilidad de que el diablo y sus bailes aparezcan desde el capricho. Por eso, no importará precisar en qué orden fue organizado realmente el rodaje –en verdad, primero se rodó en Jujuy, luego en Rosario–, puesto que desde la deriva dramática, es la mirada del espectador la que finalmente importa. Cuando los personajes deambulen entre ritos y músicas reales, aparecidos para la cámara (im)paciente, es el rostro de Schujman el que contrae una alegría a la que no se atreve, entre la remembranza posible de algo pasado y feliz y la desazón presente. El entorno se extraña –ya es algo extraño, de hecho– y sus personajes miran sin saber dónde ir, dónde están. Los adornos de carnaval que la actriz deja ver en su cuerpo la vuelven partícipe de ritos que desconoce, ante los cuales demuestra sin embargo afecto. Su cara adopta máscaras tribales, hay algo primario que allí late. También hay un hijo. Es madre, ¿por qué, para qué? Igualmente, ser padre, ¿por qué, para qué? En preguntas que resuenan como un eco molesto, que las imágenes y sus relaciones promueven, está el quid del asunto. Las relaciones entre los personajes se saben, pero sus móviles no. Hay algo más. Así, como punto medio surge otro personaje, que oficia como una medianía entre el gris ceniza de una ciudad ya lejana y el colorido jujeño adoptado. Lo interpreta Rodolfo Pacheco, quien realmente lleva en Jujuy una vida de características parecidas. En él está el equilibrio que el drama requiere. A partir de su incidencia, habrá una resolución. Pero los puntos suspensivos serán determinantes. ¿Hacia dónde camina la madre? Más aún, ¿hacia dónde lo hace el hijo? Si en la reunión final es como se satisface la impaciencia de cierto cine, algo todavía presente en muchas producciones, aquí será su falta, la ausencia de una sutura, lo que prevalezca. La cámara permite, entonces, que los personajes se alejen. Las preguntas, de todas maneras, permanecen.
"El Desentierro" es una producción española dirigida por Nacho Ruipérez (su ópera primera, luego de explorar el mundo del cortometraje) que posee el especial atractivo de contar con el actor argentino Leo Sbaraglia dentro de su reparto, figura de peso que justifica su paso por nuestras salas comerciales. De lo contrario, su propuesta resulta un producto que difícilmente llegue al gran público de nuestro país. Rodada en locaciones de Valencia se inserta en el terreno del thriller político -más específicamente, el delicado tema de la corrupción y prostitución de menores e inmigrantes- para contarnos, mediante el siempre rendidor recurso del flashback, una trama de intriga y final trágico acontecido veinte años atrás. Resolver el misterio acerca del paradero del personaje que interpreta Sbaraglia será la misión de su hijo, rol interpretado por Michel, el hijo de Jean Pierre Noher. La infructuosa búsqueda se bifurca pretendiendo despertar interés en el espectador, al tiempo que convierte en el centro motor de una película que anula su potencial superponiendo diversas subtramas que nunca termina por explorar con suficiente esmero. Por momentos inconsistente narrativamente, el film denota un escaso interés del director por explorar este ejercicio de thriller con el merecido profesionalismo y cuando ciertas decisiones inteligentes parecieran proveer atisbos de atrapante incógnita, ya es demasiado tarde. La mediocridad y el trazo grueso con el que se acomete la interpretación de diversos personajes de la trama, tampoco ayuda a generar un sólido verosímil que posee la ambigüedad propia de una historia que esconde más de un secreto que se resiste a ser sacado a la luz, incluso dos décadas después y como excusa elemental. No alcanza con talento de Leo Sbaraglia y Ana Torrent, acaso sus personajes resultan víctimas fluctuantes de una historia inconsistente que dilapida su potencial. Armar el rompecabezas de este tipo de misterios siempre resulta una aventura digna de acometer, aunque el resultado deje sabor a poco. El final resuelve el enigma, acomodando cada pieza en su lugar y convirtiendo a este drama familiar en una novela con pronóstico de éxito para el estereotipado escritor errante que citaba…a Miguel Hernández.