Miedos, deseos y paranoia
Tres personajes están encerrados en una casa, en una ciudad tomada por zombies. Hasta que toman de rehén a uno...
Zombies, moscas y video. ¿Por qué son prisioneros los personajes de El desierto? ¿Por qué se llama El desierto la opera prima de Cristoph Behl si transcurre en una casa cercada por la urbanidad? Sobran las preguntas para esta película de interiores que juega con la dualidad de inventar o seguir reglas, que pueden ser sociales, contigentes y también cinematográficas. Pero no hace falta que las responda.
Ana, Johnatan y Alex están encerrados en una casa. En una ciudad tomada por zombies que casi siempre están fuera de campo. Los tres alternan salidas esporádicas que matizan esa vida interior devorada por conflictos internos que crecen sin estallar.
Ana y Johnatan son pareja, Alex un tercero que esconde la discordia. Siguen un protocolo de supervivencia, animan juegos infantiles e interpretan roles que parecen forzados en un clima de opresión, en una cuenta regresiva marcada por los tatuajes de Alex. Moscas tatuadas.
Y tienen una habitación de videos, donde se graban, y se espían lo que graban. Alex espía a Ana, en su desnudez física y exhuberante pese a la situación extrema, en las confesiones puestas en cámara. El mundo exterior les llega mediatizado por micrófonos, sonidos de un afuera contaminado. El interior, a través de esa camarita, catalizadora de diálogos que jamás afloran.
Hasta que atrapan a un zombie, y rompen las reglas, capturan a un nadie a merced del trío. Pero espían su documento, su historia, su nombre. Y el rehén apura el desenlace. Hay un juego simbólico con los nombres y armas que no dicen nada. Miedos, deseos, paranoias que ocurren más allá de los zombies, que son sólo una excusa para pintar este drama interior de tres jóvenes aislados en esta búsqueda interior en la que están atrapados. ¿Qué los acosa más, el afuera zombie o su mundo interior? ¿Qué es la identidad? ¿Seremos zombies con nombre y apellido?