Steven Soderbergh no para de filmar. Este, sin dudas, es uno de sus rasgos de estilo (cinematográfico y de vida). Luego del díptico sobre el Che enorme, desmesurado, absolutamente bien filmado, con un Benicio del Toro mejor que nadie hubo de realizar dos películas más y en el mismo año. Y dado el caso aleatorio y siempre poco comprensible de la distribución fílmica, estas películas sólo pueden verse a través del DVD. Aún cuando, y de acuerdo con certezas informativas del momento, El desinformante debiera haber conocido estreno comercial.
De modo tal que, entre Confesiones de una prostituta de lujo y El desinformante pueden trazarse algunos aspectos del cine soderberghiano, sea tanto respecto de su lugar en la industria -algunas veces al margen de su beneplácito como de sus temáticas y gustos narrativos. En este sentido, y sin demasiada dificultad, podría enmarcarse Confesiones de una prostituta como nexo anímico con su cine primero, mucho más fresco, así como El desinformante con ciertos regodeos de espionaje y diversión que tanto afloran en todas y cada una de las entregas de La gran estafa. Pero, a diferencia del entretenimiento glamouroso de aquella serie -más bien vacía , en El desinformante entramos de lleno en los artilugios del mismísimo FBI, de la información secreta, y de la fijación empresarial e ilícita de precios en el mercado.
Todo ello porque Mark Whitacre (Matt Damon), vicepresidente de una compañía bioquímica, comienza, de a poco y como mejor manera de eludir la responsabilidad ante el descenso de ventas, a imbricarse en espirales que conducirán al interés del mismísimo estado nacional. Con el FBI de por medio, habrá entonces de establecerse una lógica espía que permita desentrañar la identidad del espía japonés que, según confiesa Mark, ha determinado el problema y resolución del declive de ventas. Allí, por ende, la razón. Pero allí también la mentira. Y todo un entramado de dicho y desdichos que culminan por procurar una telaraña cada vez más espesa y delirante.
Desde este lugar, El desinformante puede emparentarse con la locura y delirio de Quémese después de leerse, de Joel y Ethan Coen. La mirada astuta del personaje (tan eficazmente interpretado por Damon), siempre dispuesto a torcer aún más los enredos, culminan en un mundo de disparate que, paradójicamente, guarda una coherencia muy cierta, que terminará por revelarse a través de acuerdos empresariales, estafas, sobornos, y cálculos químicos con los que se producen alimentos en masa. Y además, y porqué no, entender también coenianamente a la gran caracterización que aporta Scott Bakula como el agente Brian Shepard, un actor de rostro reconocido pero con pocas oportunidades mayores en pantalla.
En cuanto a Confesiones de una prostituta de lujo, Soderbergh nos sumerge en el mundo frío, de sexo desangelado, de una dama de compañía con ansias de ascenso y de afectos. Chelsea (Sasha Grey) deambula con su chofer entre empresarios, restaurantes caros y hoteles de lujo. Averigua datos de sus compañeros ocasionales para su mayor seguridad. También se extraña ante sus comportamientos. Escribe libros desde la experiencia. Y mantiene su relación de noviazgo con un "personal trainer".
Desde este lugar, el film se bifurca y mantiene un correlato narrativo con la pareja de Chelsea. Algo por lo demás habitual en el cine de Soderbergh, para nada atento a una progresión temporal lineal sino, antes bien, descolocando los tiempos narrativos, adelantándose a las situaciones, y conjugando un tapiz dramático que, aquí lo mejor, no conoce más resoluciones dramáticas que no sean la misma exposición de los conflictos.
Habrá quienes intenten indagar en la sensibilidad de Chelsea: amiga, cliente, periodista, novio. También, cómo no, el propio espectador. Más aún todavía desde el plus atractivo que significa la actriz Sasha Grey, de piel nívea y pelo oscuro como la noche, más una trayectoria de prestigio y muchos premios dentro del mundo del porno. Su encanto duro oficia como una coraza para Chelsea. Y cuando los intersticios de su interpretación surgen, el mundo de Chelsea se agrieta.
Los personajes de Confesiones de una prostituta encuentran el nexo común en el dinero. Las discusiones, las decisiones, el viaje de placer (a Las Vegas), las conveniencias eleccionarias, si demócratas o republicanos, o la seguridad de la familia establecida aunque no querida. Todo delinea un mismo mundo, como en El desinformante, de hipocresías compartidas. Chelsea, en tanto, oficia como lugar de catarsis: sobre ella los problemas así como el canto a un amor olvidado. El dinero, allí de nuevo, como instancia de ilusión reparadora.
Finalmente, la promesa de ascender aún más. El riesgo que ello supone y la maestría narrativa de Steven Soderbergh para su resolución. Situación que se llega a vislumbrar desde una voz en off extraña, que dice obscenamente. Y que nos devuelve, por sobre todo, al mejor cine del realizador, alejado de la vanidad de marquesina de títulos como Traffic o Erin Brockovich.