5 puntos
Hubo un tiempo en que los Hermanos Wachowski estuvieron en el centro de las discusiones no sólo cinematográficas, sino científicas y filosóficas: en 1999, Matrix había sabido expresar todo un estado de ánimo respecto a los debates existenciales de fines del Siglo XX -que iban a continuar en el nuevo milenio-, que giraban en buena medida alrededor de la concepción de lo real, la creación de imaginarios plenos de artificialidad y las relaciones virtuales que pasaban a expresar de forma creciente todos los vínculos humanos. Lo cierto es que ese film, más de quince años después, no ha envejecido del todo bien: es a lo sumo una buena película de acción que vuelca el peso reflexivo principalmente sobre la figura de Morpheus -un personaje verdaderamente insoportable-, tan sobrevalorada como subvalorada. De hecho, el camino que siguió podría compararse con el de Relatos salvajes en el contexto argentino: ambas son obras más interesantes para analizar en cuanto a su recepción por parte de la crítica y el público -tanto a favor como en contra- que por lo que en verdad tenían para decir desde su configuración formal. Las dos son paquetes bien envueltos, que hablaron de temas candentes y consiguieron una interpelación masiva, consolidándose como astutas expresiones de marketing.
Pero esa conexión con los espectadores y su capacidad para construir mundos que apasionaran a las audiencias no les duraron mucho a los Wachowski: en el 2008 fracasaron rotundamente con Meteoro y a -luego- a Cloud Atlas tampoco le fue mejor. Ahora parecen estar relegados en el panorama del Hollywood, aunque su terquedad les permite seguir produciendo, incluso con presupuestos muy altos y hasta mostrándose inmunes al furibundo desprecio de buena parte de la crítica y de los espectadores. En esto se parecen a cineastas como Michael Mann, Terrence Malick y M. Night Shyamalan: son fieles a sí mismos de principio a fin, lo que les ha permitido consolidarse como autores innegables de su propia filmografía. Se podrá disfrutar o no de lo que hacen, pero no se puede discutir que son autores son un sello propio, distintivo en apenas una sucesión de planos, que encima siempre transitan por tópicos o nociones reconocibles: la figura del héroe predestinado, las dimensiones espacio-temporales entrecruzadas, los apariencias que esconden otras superficies de poder, las alegorías anti-sistema, la sexualidad como un campo de batalla entre la idealización romántica y la estética sadomasoquista.
Todo esto viene a cuento de que El destino de Júpiter es, sin lugar a dudas, una típica película de los Wachowski: su relato se centra en Júpiter Jones (Mila Kunis), una joven que transita como puede su existencia como limpiadora de casas, quien descubre que es la heredera a través de su ADN de un legado familiar que ha dominado el universo entero por miles de años, con lo que se verá perseguida por varias fuerzas de poder, contando prácticamente con la única protección de Caine (Channing Tatum), un cazador intergaláctico genéticamente modificado. Ahí tenemos todos los elementos que han distinguido al cine de los hermanos, pero lo cierto es que al film lo termina hundiendo su parafernalia audiovisual. Los directores están tan preocupados por el diseño de arte, por el vestuario, los efectos especiales, que se olvidan de darle entidad y espesor a los personajes, que son un rejunte de lugares comunes. A esto se suma el déficit en las actuaciones: ni Kunis ni Tatum encuentran el tono adecuado para sus personajes y la química entre ellos es inexistente; aunque el que se destaca -para mal- es Eddie Redmayne, que está sencillamente inaguantable.
En El destino de Júpiter hay múltiples referencias literarias y cinematográficas: Duna, Blade runner, Brazil -que tiene un homenaje explícito-, incluso la misma Matrix, pero nada de eso sirve para que la película crezca por sí misma y desarrolle una vida propia, aunque haga todos los intentos posibles, no sólo a través de una alegoría anticapitalista de trazo grueso -defecto que la emparenta con Meteoro-, sino también de una banda sonora, compuesta por Michael Giacchino, que busca en todo momento introducir una épica que no se transmite a través de las imágenes.
De esta forma, El destino de Júpiter es un film que se devora a sí mismo y queda condenado a instancias puramente superficiales, efímeras, incluso huecas, muy contrarias a sus ambiciones de trascendencia. Y aunque hay que reconocer que no ofende, lo cierto es que está invadida por el ruido y aburre, cayendo en una gran insignificancia. Lo único que queda al final es la certificación de que Lana y Andy Wachowski sólo tienen para ofrecer su terquedad a prueba de balas.