Perdidos en el espacio
Si algo hay para reconocerles a los hermanos Lana y Andy Wachowski es que toman riesgos. Sus delirios visuales y épicos son abrumadores. Sus propuestas tienen algo de cachivache. La montaña rusa de imágenes y personajes (en circunstancias increíbles) suele ser narrativamente confusa, anegadas por el propio vértigo que proponen. Da la impresión de que sus films son juguetes. En su despliegue imaginario de héroes, elegidos y filosofía de cotillón (con un presupuesto que no te baja de 100 millones de dólares) su desfachatez es toda una marca. Su film anterior, la épica que trataba de la vida, el tiempo, el amor, la reencarnación llamada Cloud Atlas (que no me gusto para nada), fue otro ejemplo del exceso de su cine. Los Wachowski disfrutan de la aventura bigger than life.
Su Matrix original funcionaba de manera acertada. Su premisa obvia y efectiva se valía de la acción y ciencia ficción sin demasiadas vueltas. La continuación de ese clásico fue su plataforma para un discurso filosófico colmado de peroratas más y más confusas. Desde esa Matrix: Reloaded se empezaron a notar sus grietas cinematográficas: el trazo grueso, el intento de explicar (verbalizando) todo, los personajes unidimensionales, la necesidad imperiosa de trascender el mero espectáculo, el barullo visual. Una licuadora que nunca lograba combinar bien sus ingredientes, aportando un producto insustancial la mayoría de las veces. Tengo un grato recuerdo de Meteoro (Speed Racer), seguramente porque su origen permitía la explosión vacua, transponiendo un recuerdo infantil a un film del mismo tenor. Ese espíritu desatado, simplista y juguetón, es algo que se resiente en su búsqueda de trascendentalidad.
El Destino de Júpiter (Jupiter Ascending) tiene la marca de los Wachowski. El desborde visual, la narración atolondrada, el discurso filosófico, y como en su obra más famosa, un elegido: Júpiter (Mila Kunis).
Júpiter, hija de rusos emigrados a Estados Unidos, se prueba vestidos y joyas de los dueños de las casas donde va con su madre a limpiar. Un día se levanta, va a donar óvulos para hacer unos mangos y se activa la alarma intergaláctica (o algo así) de que es la heredera de un imperio espacial. Pero en ese reinado de mercaderes cósmicos nadie quiere perder un trozo de poder, entonces, la mandan a liquidar. Por suerte hay un caballero de brillante armadura llamado Caine: Channing Tatum con orejitas puntiagudas y botas deslizantes. Este nivel de “complejidad” y audacia (esas orejitas no garpan ni un poco), es la estampa de El Destino de Júpiter. Su principal problema es el factor humano, falla constante de los habitantes del mundo de los Wachowski. El otro gran problema es que uno siente que cae ante un cóctel entre Flash Gordon y Duna donde no se entiende demasiado qué está pasando.
El Destino de Júpiter tiene la marca registrada de los hermanos Wachowski.
Primero lo primero. La química entre Kunis y Tatum es inexistente. Una nota del todo llamativa siendo dos actores que no derrochan talento pero si carisma, su vínculo es de una neutralidad inusitada. La falta de empatía hacia ellos es la medida de lo fallida que resulta esta aventura. Desde la nueva trilogía de La Guerra de las Galaxias no veía rostros tan perdidos dentro de un set de filmación. Tanto Kunis como Tatum (que al menos en algunas secuencias de acción puede pilotearla un poco mejor) no logran convencerse de lo que está pasando delante de sus ojos. Menos aún a nosotros. Además de los dos protagonistas esta Stinger, el siempre confiable Sean Bean. El inglés sabe aprovechar sus momentos en pantalla para mostrarse conflictivo y arrastrado por la historia. En oposición a lo hecho por Bean está Balem. El posible ganador del Oscar por La Teoría del Todo (el colorado Redmayne) suma una actuación espeluznante. Algo que no tiene vinculación con ser el malo de turno. Su interpretación de voz rasposa al borde del llanto es un lamentable intento de interpretar una tragedia shakesperiana. Patética.
Por otro lado, uno debe hablar del aspecto visual exhibido. No obstante el vértigo narrativo (es bella la primera persecución entre edificios en la ciudad), y el imaginario tipo La Guerra de las Galaxias (Star Wars), El Destino de Júpiter no logra maravillarnos por completo. Si uno de los mayores aciertos de Guardianes de la Galaxia era la de sumergirnos de cabeza en una aventura espacial en un segundo, aquí lo presentado frente a nuestros ojos nunca logra interpelarnos. Mucho tiene que ver con eso la suma de personajes fantásticos incrustados en una narración carente de imaginación. ¿Cuántas veces puede salvar sobre la hora Caine a Júpiter? Hagan la cuenta, se van a sorprender.