Una experta del FBI intenta dialogar con un terrorista, mientras un torturador avanza sobre él a fuerza de cercenamientos, vejaciones, agresiones físicas y morales, ante la mirada de las autoridades. El día del juicio final es una larga tortura.
Steven Younger (Michael Sheen) es un ciudadano norteamericano, convertido al islamismo, que asegura haber colocado tres bombas nucleares en tres ciudades diferentes de los Estados Unidos. Lo de siempre: graba su video, lo manda a las autoridades, pero surge lo imprevisto: se deja detener mansamente. Allí aparecen la experta del FBI Helen Brody (Carrie-Anne Moss) y el torturador del Ejército “H” (Samuel L. Jackson), recurriendo a técnicas enfrentadas para sacarle información al supuesto terrorista. Mientras ella cree en el diálogo, él avanza a fuerza de cercenamientos, vejaciones, agresiones físicas y morales, ante la mirada impávida de las autoridades. El día del juicio final es una larga tortura de 97 minutos.
El film del australiano Gregor Jordan pertenece a la oleada de películas norteamericanas post 11-S que intentan ver al terrorismo islámico de una manera oblicua: en vez de analizar al otro, lo que hacen es mirarse a sí mismos y observar cómo esta violencia arrastra a otras que estaban agazapadas en una sociedad que aparenta normalidad bajo la cordialidad y el apego a las leyes. No es de extrañar, entonces, que al igual que pasa con las películas en Irak, esta les haya pasado desapercibida a los norteamericanos: de hecho, no tuvo estreno en las salas comerciales del país del norte. Sin embargo, más allá de su denuncia, lo que siempre uno cuestiona de este tipo de películas es el dispositivo que utilizan para decir lo mal que está el mundo.
Jordan juega un juego macabro: él mismo es Younger, alguien que se dejó atrapar no tanto para cometer el atentado sino para sacar a relucir las atrocidades que esconden los otros. Su “disfrute” de la tortura es una sádica manera de comprobar sus teorías acerca del medievalismo de la sociedad norteamericana. Por eso que se trate de un estadounidense “convertido” no es menor. El director, entonces, lo que hace es apostar cada vez más duro para jugar con el espectador. Mostrarle el horror, llevarlo a los límites, intentar derrotarlo en su postura humanista -en el caso de tenerla- y dejarle en claro que, él también como espectador, es un morboso del carajo que disfruta gozosamente de un espectáculo como este. El día del juicio final no es tanto un film sobre el terrorismo sino más bien uno sobre la justificación de la violencia como mal menor.
Por eso el desenlace de El día del juicio final -que aquí no revelaremos- es impropio de lo que se quiere contar, innecesario y gratuito: el film ya había dicho lo suyo y ese paneo lateral pone la discusión en otro lugar y, se podría decir, hasta termina contradiciéndose y justificando la violencia por mano propia. Sostenida casi como un film de cámara, si hasta parece una adaptación teatral con su casi único espacio, uno cree bastante de lo que ve gracias a un trío Moss-Jackson-Sheen impecable. Sin embargo, sobre el final un par de giros ridículos del guión hacen que se pierda un poco el rigor construido hasta ese momento en pos de un suspenso, la mayor parte de las veces, bastante incómodo.
Seguramente lo más interesante que tiene para decir el film es cómo el discurso progresista -ese que representa la agente Brody- sucumbe ante la lógica perversa del argumento extremista. El día del juicio final, además, es de esa clase de películas que construyen con mayor solidez al villano que al héroe: ver cómo avanza “H” contra la pobre agente del FBI. Ahí, también, un poco del peligro de este tipo de productos que se balancean riesgosamente en el límite de la justificación del fascismo a partir de sentirse seducidos por este tipo de personajes.