¿LA REPETICIÓN HACE LA DIFERENCIA?
Hace unos años, un prestigioso crítico respetado incondicionalmente (hoy recluido y denostado por su ideología política, pero también por su soberbia) refería en un catálogo del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que las películas de Hong Sang-soo podían verse como una sola. No lo decía despectivamente, pero ponía sobre la mesa una característica que con el tiempo se ha vuelto en contra, más allá de lo que digan los cultores de siempre, aquellos que aman instalar cineastas en cimas un poco apresuradas. Son los mismos que demuelen a palos a Woody Allen con el mismo argumento que le critican a quienes osan tocar su cinefilia sagrada. Claro: uno es un director popularmente conocido; el otro pertenece al clan festivalero.
Y en este caso, la sensación personal es que el director coreano lo hizo de nuevo, es decir, volvió con más de lo mismo. Es un riesgo que corren quienes filman una o dos películas por año. De ahí que la fórmula se repite: encuentros y desencuentros románticos en mesas de bares; unidades narrativas encapsuladas y filmadas con planos fijos; posición frontal de la cámara y encuadres perfectos; y diálogos que mutan imperceptiblemente de la simpleza a un estado emocional complejo.
Un crítico literario envuelto entre su mujer y una joven amante es el conflicto mostrado en un glorioso blanco y negro. La curiosidad, como suele ocurrir con el director, está en el montaje que altera los tiempos y obliga a preguntarse por el orden en que ciertos hechos transcurren. También en la neutralidad con la cual maneja temas de peso dramático, donde todo parece estar contenido, más allá de dos o tres irrupciones de llanto.
Cada vez más inclinado a la tradición de la Nouvelle Vague y a los problemas de pareja (sobre todo a Rohmer), Sang-soo cumple aunque no necesariamente dignifica siempre.