Cuatro amigos llegan a un lugar de apariencia pacífica, pero muy pronto empiezan a encontrarse con una serie de sorpresas inquietantes. El pueblo de montaña en el que se instalan temporalmente (una locación muy propicia en la provincia de Tucumán) no es precisamente un sitio apacible: su historia está atravesada por una oscura leyenda relacionada con la colonización española y una serie de sangrientos rituales que los nativos del lugar pusieron en marcha con espíritu de venganza hace muchísimos años y que todavía persiste entre los lugareños.
Más que el desarrollo lógico de la trama, lo que importa en El diablo blanco son los climas. Y la película logra crearlos con un buen trabajo de fotografía, un uso inteligente del sonido y el apoyo de un elenco sólido y prudentemente alejado de los desbordes y la artificialidad, aun en los tramos más dramáticos.
El acercamiento de Ignacio Rogers (actor con buen recorrido en el cine independiente que debuta en la dirección cinematográfica con este largometraje) al género del terror es serio, pero para nada solemne. Se inspira en el cine de bajo presupuesto de los años 90, aquel que provocó zozobra y fascinación a toda una generación y que tuvo como estandarte El proyecto Blair Witch (1999), aquella producción de apenas cinco mil dólares que terminó recaudando 45 millones de esa misma moneda.