En su opera prima, Ignacio Rogers (actor en películas como Como un avión estrellado o Excursiones, de Ezequiel Acuña) parte de la premisa favorita del cine slasher: cuatro amigos se van de vacaciones y se alojan en una cabaña en el medio del monte, donde son acosados por un personaje siniestro de quien no se sabe casi nada, salvo que tiene intenciones asesinas.
Pero no estamos ante una Martes 13 argentina. Es decir: no contemplaremos la tradicional secuencia de cómo estos jóvenes van encontrando, uno a uno, una muerte horrible. La historia tiene (intenta tener) más misterio que sangre, más suspenso que terror.
Y cuenta con algunos ingredientes vernáculos: con el paisaje tucumano como bella escenografía natural, la localidad donde caen estos veinteañeros/treintañeros está bajo el influjo de una leyenda forjada en la época de la conquista de América y en el enfrentamiento entre aborígenes y españoles.
Pero ahí se terminan las diferencias de El diablo blanco con tantas producciones yanquis -de mayor o menor presupuesto, más o menos cercanas a la clase B- vistas infinidad de veces. No alcanza con que los personajes interpretados por Violeta Urtizberea, Ezequiel Díaz, Julián Tello y Martina Juncadella nos resulten más cercanos y empáticos, por lenguaje verbal y corporal, que algún universitario de Wisconsin.
Tampoco basta con que tomen las mismas decisiones que -al contrario de lo que suele pasar en las películas de terror- tomaría el espectador en su situación. Ni que se abstenga de caer en el gore. Porque, al fin y al cabo, no se crea una atmósfera de tensión, ni de miedo: el villano no asusta, tampoco los pobladores pretendidamente amenazantes, y también fallan las escenas clave, con ataques y persecuciones carentes de adrenalina.
Por eso, películas como esta vuelven a plantear la duda de hasta qué punto es fructífero homenajear a un género si el resultado termina siendo convencional, apenas una copia borroneada de originales que, en su mayoría, tampoco tienen mucho valor más que el sentimental.