A MITAD DE CAMINO
La solidez técnica de El diablo blanco dignifica. La apuesta por el género de terror también. Pero sobre todo, hay un componente que distingue a la ópera prima de Ignacio Rogers de otras historias similares y es la inclusión del pasado indígena como una presencia vengativa frente al dominio de los blancos. Esto, sumado a la construcción de climas, la colocan un pasito más allá de lo que habitualmente se ve. E incluso la distingue de otros intentos pretenciosos.
Claro está, las consecuencias las sufrirán cuatro jóvenes dispuestos a pasar una jornada de descanso en un lugar apartado de la ciudad. Se sabe: en el terror, el placer se paga caro. Los recursos para crear progresivamente una atmósfera tenebrosa están bien dosificados y los momentos de susto también son efectivos. Sobre todo porque tocan la fibra sensible de aquellos que temen a los espacios naturales durante las noches, abiertos a lo inconmensurable. Los miedos primitivos afloran ni bien acompañamos a estos jóvenes por tierras inhóspitas que guardan secretos ancestrales. Lo que debía ser una jornada placentera de descanso se convierte en una experiencia ligada a la tradición del slasher, pero con unas cuantas vitaminas menos. El elemento distintivo, en un armado topográfico bastante conocido en el género (cabañas, bosques), es la alusión a rituales y creencias propias del interior de nuestro país. Una continua sensación de asfixia crecerá de manera paradójica en esos espacios abiertos en medio de la noche.
El principal inconveniente acaso sea de qué modo la pericia técnica intenta disimular una historia flojita de papeles (bordeando lo infantil) y el registro actoral de Violeta Urtizberea con su habitual voz nasal, un lastre televisivo que desentona drásticamente con el resto de los personajes. Esta afectación es el punto más flojo del film, conjuntamente con un debilitamiento narrativo cuya inmediata consecuencia sea, tal vez, la pérdida progresiva de interés. De todos modos, las intenciones están, y son buenas.