Cuatro amigos (Ezequiel Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella) se van de vacaciones a un remoto pueblo en la provincia de Tucumán. Tras una larga travesía en auto, llegan a un pequeño complejo de cabañas dirigido por un viejo conocido del padre de uno de ellos, con la idea de descansar y desconectarse de la vida de ciudad.
Sin embargo, rápidamente los protagonistas comienzan a ver indicios de que algo no está bien en el lugar, primero con la existencia de varias tumbas improvisadas con fotos invertidas a un lado de la ruta, y luego con un misterioso asesinato emparentado con una leyenda oscura del lugar. La reacción del grupo es huir de allí inmediatamente, pero como dicta el género, esa tarea no va a ser tan fácil.
La ópera prima de Ignacio Rogers claramente se plantea como un homenaje a los clásicos del terror, particularmente a los que involucran a jóvenes incautos que terminan en el lugar equivocado. Pero la intención queda a mitad de camino para Rogers, porque por más que la bella geografía tucumana se luzca como escenario natural de la vasta mitología autóctona que hay en la Argentina, el film no posee nada que pueda diferenciarlo de una fórmula genérica.
Los personajes son vacíos y funcionales a una trama predecible y con cabos sueltos, los diálogos triviales, la música olvidable, ni siquiera a nivel visual se percibe que haya algún ingrediente que refleje una impronta propia del director en cuanto al género que pretende reinterpretar. Probablemente el mayor problema de El diablo blanco sea que se toma demasiado en serio, cuando todo lo que la compone es una suma de clichés desabridos del horror sin mucho decir.