Audaz sátira política centrada en las desventuras de un dictador norafricano suelto en Nueva York
El actor y guionista británico Sacha Baron Cohen se ha instalado -con absoluta premeditación y alevosía- como uno de los artistas más políticamente incorrectos que trabajan dentro de la maquinaria de Hollywood. Ya con sus anteriores sátiras, Borat y Brüno , se había burlado de los estereotipos sociales, económicos, culturales y hasta sexuales de los Estados Unidos y de buena parte del Primer Mundo. Siempre en la línea de personajes extremos, por momentos grotescos, en su nuevo film se vuelve todavía más político al retratar las desventuras de un dictador norafricano suelto en Manhattan.
El propio Sacha Baron Cohen interpreta al almirante general Aladeen, "líder supremo" de un país imaginario llamado Wadiya, rico en petróleo y en desarrollo atómico "para usos pacíficos". Luego de mostrar los abusos, excesos y placeres del dictador (capaz de cambiar a su antojo palabras del diccionario, disparar contra sus competidores en una carrera de atletismo o pagar fortunas para tener una noche de placer con Megan Fox), Aladeen es convocado de urgencia por las Naciones Unidas. Hasta Nueva York se traslada, entonces, este émulo de Saddam Hussein, que es secuestrado y cambiado por un doble todavía más patético que él en medio de un complot de compatriotas disidentes asociados con poderosos grupos económicos multinacionales. No conviene adelantar nada más de la trama, llena de enredos amorosos (por allí aparece esa excelente actriz que es Anna Faris) y de vueltas de tuerca.
En principio hay que destacar la audacia de Sacha Baron Cohen en un contexto del cine norteamericano que no suele ser demasiado permeable a este tipo de apuestas tan politizadas (un discurso cerca del final dice -en tono de parodia- unas cuantas verdades sobre las contradicciones actuales de los Estados Unidos).
El problema es que este artista llevó su cine a tal extremo que ya parece no tener vuelta atrás. Su desbordante andanada de chistes y golpes de efecto lo muestran como un creador ingenioso pero también compulsivo y caótico. Esas permanentes estocadas de humor -no siempre eficaces, por momentos demasiado vulgares-, a veces le juegan en contra. Porque no se puede ser igual de ácido, sagaz y punzante durante 83 minutos.
En la comedia, se sabe, la dosificación de los gags permiten generar irrupciones de alegría y sorpresas. Aquí, en cambio, la acumulación resulta perjudicial porque muchas veces se desperdician ideas potencialmente interesantes y se termina por aturdir y abrumar. De todas maneras, estamos ante un artista arriesgado y generoso, atributos que hoy no sobran y que, por lo tanto, se agradecen.