Humor sobre tiranos aggiornados
Del actor de Borat, ahora llega el despiadado gobernante de la República de Wadiya, General Almirante Aladeen, que viaja a los Estados Unidos para su programa de armas nucleares "más o menos" secreto.
Antes de sumergirse en consideraciones de cualquier tipo sobre la película, hay que señalar que aunque Sacha Baron Cohen vuelve a ponerse a las órdenes de Larry Charles (como en Brüno y Borat), El dictador es una creación del actor británico, lo que significa que para bien o para mal, su impronta irreverente y el humor punzante, un poco infantil y otro tanto crítico de las instituciones, se encuentra presente en cada uno de los momentos del relato.
Esta afirmación podría suponer que la tercera película “de” Cohen –esta vez sobre un tirano africano–, daría pie para toda la batería de incorrección política de la que es capaz, desde el guión escrito en colaboración con Alec Berg (Curb your Enthusiasm, el programa de Larry David, creador junto a Jerry Seinfeld de la serie homónima), hasta el incuestionable timing que demuestra para la comedia como intérprete. Sin embargo, el film da todos los indicios de ser un relato contenido, que la incorrección llega hasta cierto punto y se frena en esa frontera difusa construida por los intereses corporativos, los estudios sobre el impacto en la audiencia y los meandros de la exhibición. Esta hipótesis se refuerza por el precedente de Brüno, que Sony Pictures decidió no estrenar comercialmente y envió directamente a DVD.
Así, el despiadado conductor de los destinos de la República de Wadiya, General Almirante Aladeen (Baron Cohen), se ve obligado a viajar a los Estados Unidos para defender su posición en las Naciones Unidas sobre el programa de armas nucleares que lleva adelante más o menos en secreto. Pero allí es remplazado por un doble que digitado por su tío Tamir (Ben Kingsley), con la intención de que firme la primera constitución del país africano y de esta manera, la gloriosa Wadiya comience a transitar las bondades de un estado democrático.
Mientras que la torpe conspiración sigue su curso, Aladeen lleva su particular estilo de vida a Nueva York, donde conoce a Zoey (Anna Faris), una activista ecológica, que lo introduce en las bondades del progresismo naif ante el estupefacto tirano.
Por momentos extremadamente tonta, en otros efectiva en la sucesión de gags moderadamente incorrectos, la película no logra superar a la desopilante Borat, se ubica varios escalones debajo de la revulsiva Brüno, y de esta manera se convierte en un producto a medio camino, apenas un divertimiento con una lectura inteligente sobre el orden mundial. Pero liviano e inofensivo.