Asquerosamente rica
La ficción completa que se descubre en El dictador, sin intervención de civiles en los papeles de sus vidas, debería suponer para Sacha Baron Cohen un mayor desafío cómico: las personas capturadas en los márgenes del relato del personaje ficticio que se metía al mundo real (Ali G, Borat, Brüno) cumplían con gran parte de la finalidad de chistes y mayores planteos de sus episodios para televisión y películas: reaccionar al extremismo de un personaje que parecía salido de un tupper, con las típicas contradicciones éticas de un occidental. Si alguna de las máscaras de Baron Cohen deslizaba una idea ofensiva en el mundo real, no era sorprendente que recibiera una réplica en cuyos basamentos pudiera encontrarse la misma carga de prejuicios y ridiculeces. Un poco adentrados en el choque cultural que combustiona las gracias, las ideas del rapper británico, el periodista kazajo y el austríaco podían tomarse como meras chicanas para recibir algunas muestras de las igualmente monstruosas morales que nos rodean.
La destinada a pisar las minas ideológicas del Almirante General de esta película es Zoey, completo contrapeso de principios llevado a desnudar algunos vicios del pensamiento político perfectamente correcto, que rescata al jeque de una protesta en su contra, confundiéndolo por un accidente capilar con un opositor a su régimen. Como les sucede a los anteriores personajes de Baron Cohen, Aladeen termina ganándose la empatía ajena a fuerza de jugar de visitante e intentar imponerse con sus propias armas, mientras los sentimientos que le surgen hacia Zoey y el nuevo mundo que le representa terminan cuestionando sus ideas más fuertes.
La radiografía de estos párrafos viene a cuento de cómo se puede esparcir la carga esperable de humor ofensivo durante la película: igual que siempre, lo cual sigue funcionando. La manera en que Aladeen termina cambiando sus nociones básicas de gobierno no lo retira de seguir teniendo algo horrorosamente gracioso que decir para cualquier persona con la que se cruce. El humor de Baron Cohen no choca solamente por la crudeza que salpican los temas serios que pueda abarcar, sino también por la delicadeza que adoptan los momentos vergonzosamente privados de los personajes: tomar la mano de una persona amada dentro de una concha y en pleno parto, masturbarse por primera vez después de años de tener a quién pagarle para evitarlo, hacer trabajo de lengua en las axilas peludas de una mujer.
Sumémonos a la conversación servida de diferencias y semejanzas con El gran dictador o Sopa de ganso: son películas sobre dictadores. Personas que por cosas de la vida pueden alternar un día entre la opresión planificada a un pueblo hambriento y bailar con un globo terráqueo, hacer morisquetas frente a un espejo humano o pedirle cucharita a Megan Fox. El dictador solamente actualiza los hobbies, el tono, el ritmo y los límites. Probablemente no sea punto de referencia para una comedia política en 50 años, pero la armonía que forma con el riesgo de sus elementos es un logro suficiente.