Un real discurso a favor de la monarquía
La familia real de Inglaterra ha dado mucho material a la cinematografía mundial, hasta la monarca actual, Elizabeth II, con su particular manera de manejar las relaciones familiares en ocasión de la muerte de la Princesa de Gales, fue eje argumental de la película “La Reina” (Stephen Frears, 2006)
En el filme que se comenta es su padre, el rey Jorge VI, a quien ha elegido el director Tom Hooper para desarrollar la trama principal.
Este cineasta ha tomado en anteriores trabajos a muchos personajes de la historia contemporánea y también a una reina de Inglaterra (“Elizabeth I”, 1998)
Una historia rica en elementos que describen el romanticismo, muy lejano a la realidad de la mitad del siglo XX, y muchísimo más lejos de la del siglo XXI, en el que pretende desarrollar su vida tan magnífica familia.
La historia se centra, como ya se anticipó, en la endeble personalidad de un príncipe británico que se canaliza en episodios de tartamudez.
El, en ese entonces, duque de York (luego Jorge VI) al tener que hablar en público vivía una tortura que lo llevaba a situaciones que bordeaban el ridículo. Su rango lo obligaba a presentarse en múltiples ceremonias en las que debía pronunciar discursos protocolares que para él representan una valla insalvable.
Ante esta situación, su esposa decide actuar como una “mujer común”, lee los avisos de un periódico y busca ayuda en Lionel Logue, un “terapeuta de la voz” que en realidad es un actor.
En la primera mitad del siglo XX las técnicas vocales estaban casi circunscriptas al ámbito actoral, y la mayoría de los profesionales de la actuación siempre ejercieron actividades paralelas
Logue tiene su propio sistema para curar la tartamudez de su noble paciente, siempre que éste resigne su rango para acatar las indicaciones de un plebeyo.
Las curiosas reacciones de esta familia “no común” están retratadas en las interesantes subtramas, si bien éstas cuentan en la película “historias oficiales” alejadas de los rumores de lo que “verdaderamente pasó” que circulan por la prensa amarilla y del corazón de todo el mundo.
El mensaje, tanto de la trama principal como los de las subalternas, es la impresionante represión victoriana que aún rige la vida “real” (que no parece ser tan real). Precisamente, un cuadro de la reina Victoria preside uno de los salones donde se desarrolla una las escenas que muestran de manera contundente el origen de la tartamudez del rey.
También puede encontrar el espectador un mensaje subliminal a favor de humanizar a los personajes de la realeza.
La renuncia a la corona por parte de Eduardo VIII, evidencia una personalidad parecida a la de la “transgresora” Lady Di. Y también la historia de amor de ese rey con la plebeya y divorciada Wallis Simpson remite directamente a la que en la actualidad viven Carlos de Gales y Camila Parker Bowles.
Quizá esta película sea uno de los peldaños que sirvan a la mencionada duquesa Camila para ascender, algún día, al status de reina de Inglaterra.
Las actuaciones de esta película son muy parejas, ningún actor le saca ventaja a otro, sus composiciones son ajustadas tanto en lo gestual como en la expresión corporal.
Colin Firth compone al príncipe protagonista de manera tal que logra hacer olvidar la imagen de “rey débil” que tuvo durante muchos años.
Helena Bonham Carter ya tiene acostumbrada a la platea a sus excelentes y diversos trabajos actorales, esta vez como la reina Elizabeth (que ha quedado en la memoria colectiva de este siglo como la “centenaria Reina Madre”) nos trae a una mujer que decide romper barreras protocolares en pos de conseguir la ayuda que su marido necesita, y muestra dulzura y distinguida firmeza, haciendo que el cinéfilo no recuerde que esta actriz compuso también de forma admirable a la asesina de “Sweeney Todd” (Tim Burton, 2007) o la malísima maga de la saga de “Harry Potter”.
Geoffrey Rush como Lionel Logue, logra atrapar al espectador al construir a un actor nacido en el Commonwealth que no ha logrado lo que buscaba en Europa pero inesperadamente el destino lo pone en la situación de ayudar nada menos que al rey de uno de los países más poderosos del mundo. En su composición no cae en lugares comunes, recrea a un australiano que debe comportarse como inglés, pero que no está dispuesto a sacrificar ni un ápice de su firme personalidad.
Un poco deslucida es la actuación de Guy Pearce como Eduardo VII, pero seguramente es debido a que en el guión se debió disminuir a su personaje para que no opacara al protagonista. De todas maneras convence su trabajo de “príncipe rebelde”.
Una película técnicamente lograda con un minucioso trabajo de arte que asombra. No llega a ser una biopic pero contiene una historia completa que reivindica a un monarca que estuvo muy pocos años en el trono pero en una época crucial para la humanidad como lo fue la de la Segunda Guerra Mundial.